Frontera
Este es un relato que escribí para presentarme a un concurso que no gané. La verdad es que no me gusta mucho y por eso no me apetece nada volver a presentarlo a ningún sitio (me aburroooooo). Antes de que muera en un cajón lo pongo por aquí.
Va sin fotos adrede, así todo seguido, como se leen los textos. Sin negritas, sin frases destacadas ni nada. Y con los guiones en forma de puntos, aunque eso no ha sido aposta sino que no he sabido hacerlo de otra manera, la normal.
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A veces es complejo explicar qué me hace invisible, pero tengo la triste certeza de que nadie me ve.
Vivo. Puedo entender que vivo, que soy, que estoy en algún lugar presente entre mi pensamiento y el mundo material, ahí donde los objetos tienen forma y se pueden tocar, donde una roca te hace daño en los nudillos si la rozas. Pero mi yo parece estar sumergido en un pozo, dentro de la tierra real, de la profundidad real, de lo oscuro real. Tan ahí abajo que toca el límite de lo que ya ha dejado de existir para el resto.
Estoy hecha una bola en esa tierra de nadie en la que todos guardamos nuestros propios pensamientos. Ese cofre, esa caja fuerte, como un terrario sellado para que no se escape ningún líquido. Una urna estanca. Nadie jamás puede alcanzar ese lugar hermético del otro, porque solo puede existir en soledad pura. Lo malo es que yo no puedo salir de él tampoco.
- He comprado lotería hoy – dice mi boca por sí misma – Estoy segura de que nos va a tocar, así que ve haciendo planes.
- ¿Cuánto esta vez? – me mira y se ríe ligeramente – Es para ver si cogemos la maleta grande o nos bastará con una pequeña bolsa de mano porque vamos a volver pronto.
- A las Islas Caimán, como poco – bromea mi cara, se mueve sola y hace un gesto que viene al caso.
Estoy tan acostumbrada a ser alguien que ya lo hago sin pensar. Como una actriz que llevara tantos años representando la misma obra, que pudiera evadirse totalmente de la escena y volar lejos, por encima del patio de butacas sin perder una coma del guión. Soy capaz de ser un ser humano funcional y ejecutar acciones cotidianas sin tener nada dentro del cuerpo, con lo que me pregunto de qué están hechas todas estas cosas que hago. ¿De dónde sale mi personaje? ¿Cómo lo alimento?
Cojo la taza de café del armario y le pregunto si quiere una también. Hace un ruido que ya reconozco de asentimiento, así que cojo el café, abro el café, pongo el café, remuevo el café, echo leche al café, dos cucharillas de azúcar, café. Y yo en realidad lejos, café. Y yo sin pulso, café. Y yo pesando dieciséis cafés, doscientos cafés, toneladas incontables de café cuando, por extraño que parezca, me escondo en un sitio minúsculo. Café.
Me siento en la silla con las dos tazas.
- Cuidado, que está caliente – oigo a mi voz decir de forma automática, como si la orden de pronunciar esas palabras concretas procediera de un lugar tan lejano e impersonal como mi pie derecho o los huecos detrás de las rodillas.
- Gracias – y coge la taza rodeándola con las dos manos.
Sonrío, eso lo he ensayado tantas veces que es casi tan involuntario como tragar. Le miro a los ojos, le escrutinio con detenimiento más bien, intentando descifrar hasta qué punto sabe que no estoy. Sopeso si sospecha al menos que estoy lejos. Parece que me ve porque actúa con normalidad, pero creo que le soy invisible dentro de este cuerpo. No se da cuenta de que yo estoy sostenida por un exoesqueleto rodeado de afecto, de cariño, de abrazos, pero que está venerando un recipiente sin embargo habitado por alguien que él no conoce, escondido. Como si se conformara con el residuo de lo que soy, el desperdicio de algo más complejo que habita agazapado en mi dentro. O la carne que inevitablemente tengo que invadir para poder ser algo.
¿Estará él solo también? ¿Será un cuerpo dominado por el hueco de atrás de sus rodillas como me pasa a mí? Quizás esté muy lejos y solo vea su escaparate porque también anda volando por encima del patio de butacas. Y puede que esto sea el orden normal de las cosas, que todo tenga que funcionar así y que el mundo esté habitado de cuerpos vacíos interactuando unos con otros sin encontrarse apenas. Que todo sea una pantomima y la realidad esté formada por microcápsulas de soledad envueltas en vísceras actuando de forma instintiva. Lo cual no tiene ningún sentido, pero tampoco se lo veo a lo contrario.
Le quiero gritar que no estoy ahí con él hasta que le vibren los tímpanos, que habito escondida debajo de mil capas. Que no soy la que sonríe exactamente. Que no soy esta que le habla tampoco, porque nadie me sabe ver, ni siquiera él. Nadie se ocupó jamás de excavarme dentro un hoyo y masticar mi tierra, para luego escupirla lejos y abonar con ella un huerto. Nadie me ofreció lo cóncavo de sus palmas para que me tumbara a descansar, ni me tapó fuerte con los pulgares de sus dos manos para que no me enfriara. Nadie me dijo que durmiera mientras vigilaba. Nadie dijo mi nombre tres veces antes de vaciarme con su beso. Nadie me abrió la piel para ver quién era, de qué color era yo puesta del revés. Tampoco lo ha hecho él.
“¡Ni siquiera tú!” quiero escupirle a la cara “¡ni siquiera tú y no te das ni cuenta!”. Pero me callo por si al decirlo todo explota y salgo por los aires. La casa, mi pelo, la mesa y mi jersey. Así que la calma artificial se vuelve muy densa, como esperando la lluvia o el viento fuerte, el aire se espesa y va costando mucho respirar. Estoy intentado que todo se mantenga unido quedándome muy quieta y eso es muy difícil, me ocupa toda la energía. Él ni se lo imagina.
Estoy furiosa por el hecho de que no le conste mi vacío, porque se piensa que es un día normal, una tarde cualquiera en la que yo no estoy a punto de romperme en pedazos y él sin saber coser. No va a poder darme puntadas para juntarme de nuevo, no va a saber. No va a saber, estoy segura. No, no va a saber. Y siento unas ganas enormes de cogerle de la mano con resistencia y apretarla fuerte, con rencor, para clavarle las uñas a ver si su cuerpo también está vacío y en realidad, estamos haciendo el tonto. Que estoy furiosa cuando debería estar triste solamente.
- Vamos a llegar tarde. Deberíamos ir saliendo.
- Es verdad.
Se levanta, igual que se hubiera levantado si no hubiera una tormenta suspendida entre nosotros a punto de vaciarse y desatar el rayo, y va a calzarse. Coge su abrigo y las llaves del coche. La cartera. Se da la vuelta y me mira, para animarme a hacer lo mismo porque no sabe ni coser, ni ver nubes grises, ni presentir el tanque de lluvia pesada que cuelga del techo con hilos muy finos. Me levanto muy despacio, porque cualquier ruido podría romperlos y tengo miedo de lo que podría pasar. O demasiada atracción hacia desatar yo a drede la hecatombe. Pienso que en el fondo, tengo miedo de mí misma y de las ganas suicidas de cortar con tijeras los hilos y que todo se empape ya.
Vamos andando, apenas estamos a veinte minutos del bar donde hemos quedado. Caminamos al lado con pasos que van en una misma dirección, aunque no sé a cuánta distancia estaremos el uno del otro. Quizás en realidad no sepa nada de él y lleve todos estos años viviendo con un androide lleno de cables y baterías de litio, programado para hacerme feliz un tiempo pero sin actualización. Un software caduco en un cuerpo que él maneja en remoto desde un planeta al que se ha ido a vivir, en el que se lo está pasando bien y se comen sandwiches ricos, tan ricos que eso explica que se haya olvidado de mí, que ni me esté buscando. No quiere volver a ese momento como cuando yo estaba.
- Parece que esta mañana hace más frío que hace una semana – me dice.
Y me convenzo de que ya está, de que ahí me llegó de golpe la evidencia, de que esa es la prueba de que su cuerpo ha sido abandonado de toda inteligencia, que ya no queda dentro de él su presencia. Es imposible que pudiera haber dicho nada que me diera más igual si él se habitase, si viera que ni estoy, aunque instintivamente reacciono a su comentario y me cruzo la chaqueta y la sujeto con los brazos levantándome un poco el cuello. Debería responder algo pero como no sé qué exactamente y el miedo a romperme en cualquier momento persiste en mí, me callo. Prefiero mantener mi camino por la acera, pisando adoquines como si fueran el filo del abismo y abriéndome paso entre los brotes de mi angustiosa quietud.
Yo también quiero irme a otro planeta en el que pueda bailar muchísimo una canción que se me meta dentro, ¿dónde está la salida hacia ese mundo distinto?
- ¿Dónde está la salida? – se me escapa en voz alta de repente.
- ¿Qué salida? – está extrañado con mi pregunta.
- No sé, la de ese planeta en el que estás – le contesto, dándome igual que no entienda nada porque me enfurece que se haya ido sin mí, sin avisarme, sin dejarme una carta – Estoy atrapada aquí, sin sandwiches y sin música.
Y sin venir a cuento en absoluto, pero con todo el peso de la razón de mi cansancio, de mi desidia para ponerme ahora a contarle, de mi falta de interés por todo, de mi tristeza y mi rabia fundidas en un sentimiento amalgamado que no se entiende ni del derecho ni del revés, giro. Necesito irme de dónde no estoy. Vaya paradoja.
Camino rápido en dirección contraria entre gente que tampoco me ve, mientras él me grita cosas relacionadas con no entender nada y siento sus dos ojos clavados en mi espalda, lo que es bastante contradictorio para ser ojos vacíos. Y le comprendo, claro, porque estoy haciendo algo tan estúpido y teatral como irme sin explicarme, pero es que me da igual, no tengo tiempo de reparar ahora mismo en eso. En otro momento, me habría importado perder la lógica de la escena, o más bien me habría dado vergüenza salirme tan estrepitosamente de una narrativa cotidiana para meterme en una telenovela de cabeza, donde el drama lo impregna todo de plástico interpretativo. Pero ahora mismo solo necesito salir de esta jaula vacía. Necesito ir a algún lugar en el que la atmósfera no oprima tanto mi cabeza, donde nadie haga ruido por un momento.
Siempre quise vivir rodeada de verde y conseguí arrastrar nuestra vida juntos hasta aquí hace ya varios años. Ahora pienso que lo mismo intuía algo, sabía que en algún momento, tal y como iban las cosas, iba a necesitar una puerta cósmica para cuando se desencadenara mi inevitable proceso de fisión nuclear y estallara en miles de átomos más pequeños. Así que sé que al otro lado de este asfalto que piso está el bosque, la Vía Láctea quizás, la puerta a otra dimensión, todo ello a una distancia abarcable para mis piernas y mis pulmones. Respiro, camino, respiro, camino. Llego y camino hacia adentro.
Por fin el bosque, donde se cierran todos los párpados. Donde se apaga el telón y por lo tanto, no existen esos ojos suyos que pueden hacerme un desprecio no viéndome. Justo aquí, donde es imposible que él me mire y un velo grueso sobre el cristalino le impida llegar a mí, donde no es posible que nadie me vea porque no hay ni un alma a la redonda, es donde me vuelvo visible al mundo.
Soy yo sola que camino. A cada paso la pintura que me colorea se vuelve cada vez más sólida, atrapando toda la luz que antes traspasaba mi pigmento. La absorbo, la atrapo, no la dejo ir. Necesito luz. Y siento cómo me ilumino y me invado a mí misma, cómo relleno mis huecos transparentes de toda yo. Como si fuera mi propio herpes, un herpes de mi cuerpo que se extiende apoderándose de todas las células dándome vida. Soy mi herpes que me aprieto y me defino. Soy corpórea de nuevo.
Los árboles, la tierra sobre la que pisan mis zapatillas, el viento, todo esto me da contorno, como si fueran un lápiz de punta fina negro para resaltar dónde termino, pero también dónde empiezo. Donde mis motas de polvo me corresponden porque dejan de ser aire que me rodea para ser yo, donde se reparte en fracciones justas: este oxígeno tú y este otro oxígeno fuera de tú.
Me tumbo en el suelo despacio, de espaldas a la tierra dura, debajo de las copas que se mueven con el viento en una coreografía hipnótica. Me muevo con ellas y escucho una canción en mi mente. Y con las manos puestas en cruz, toco con las palmas la tierra húmeda. Pienso en los miles de granos que la forman, agarro un puñado y siento su textura. Siento el barro fresco en mis manos, ahora sucias; en mis uñas, ahora negras; en mi piel, ahora reseca. Y poco a poco, vuelve la conciencia de todas las venas y músculos que tengo, vuelvo a ser yo la que me mueve. Miro mis manos, que se han vuelto tan potentes de repente. Manos que pueden agarrarlo todo, que tocan y que sienten las aristas de cada minuto que paso. Tic-tac, tic-tac. El tiempo también se me cuela dentro.
Poco a poco me incorporo, me siento y me dedico unos minutos a observar en absoluto silencio todo lo que me rodea, saboreando la grandeza de sentirme ahí. Podría coger una piedra, arrojarla lejos y que al caer, supusiera un pequeño impacto en el mundo. De hecho, cojo una piedra y pienso que podría generar un cambio, porque ya existo. Si la lanzara, esta piedra sonaría cayendo en picado contra las hojas del suelo y al hacerlo, podría espantar una hormiga, ¿quién sabe? Y mañana o pasado, esa piedra puesta por mí entre la hojarasca podría dar refugio a un escarabajo que antes habría pasado de largo de ese sitio sin casa, justo ahí donde lancé con mi brazo esta piedra y la física de la parábola decidió que cayera.
Yo, si quisiera, podría incidir en este ecosistema que me rodea, por poco que fuera, ser algún eslabón de la cadena de hechos y consecuencias que tejen este paisaje. Podría incluso hacerlo en varias tandas, lanzar más piedras, existir tantas veces como resistiera mi brazo. Y luego gritar un rato, espantando un ave o una ardilla que se perderían lo que habrían podido hacer estando en este sitio en el que grité, si no hubiera gritado. Porque puedo cambiar el entorno y no siento poder, sino que simplemente, siento algo.
No puedo quedarme ahí eternamente, aunque no sé cómo dejar de estar fundida con al barro. No quiero abandonar el bosque y volver, porque sé que de manera recurrente, en casa, otra vez volveré a desaparecer y a rodearme de los ojos que no me ven. Los ojos bonitos, redondos, que seguramente un día confundí con flotadores preparados para cualquier tormenta. No sé si los hilos de los que colgaban los tanques de lluvia se habrán roto o seguirán ahí, así que tengo que ir a averiguarlo pronto.
Camino lento de vuelta, poniendo conciencia en el proceso de irme desviviendo poco a poco según regreso. No sé si empiezo a dejar de existirme por los pies, por la garganta o por las orejas, de modo que no soy capaz de hacerme un torniquete para dejar de emanar, para no perderme del todo esta vez. Así que cuando giro la llave de mi casa, ya estoy casi vacía.
- ¿Dónde estabas? ¿Qué te ha pasado? ¿Te parece normal irte sin más y dejarme en medio de la calle? ¡No sabía si estabas bien! Joder, ¿qué mosca te ha picado? ¿Y para qué quieres el móvil? Te he llamado cien veces – está enfadado pero por sus cosas, no porque le preocupe que yo haya llegado con mi cuerpo de nuevo hueco, con mis ojos sin fondo, escondida.
- Estoy cansada, necesito tumbarme.
Le oigo echarme la bronca mientras. Mientras salgo del salón. Mientras recorro el pasillo. Mientras ya está, ya termino de irme. Mis pasos al cuarto son cortos, la almohada me parece extraordinariamente mullida, mi única casa posible en este momento. Apoyo la cabeza y me meto de nuevo en mi soledad, cierro la llave por fuera para no dejarme salir de mi urna, aterrada de la ingravidez de lo que soy. Y oigo mi propia voz diciéndome desde algún lugar dentro “quédate, no te vayas nunca más. Ahí fuera existe el daño, hay ojos, muchos ojos, quédate contigo aquí dentro, agazapada”.
Y vuelvo a retumbar en mi eco, reboto en todo ese espacio que me sobra cuando me hago pequeña dentro de la tripa. O de la cabeza, no sé dónde. Vuelvo a bajar mis cortinas, a abrir trincheras con la espalda hacia fuera, levantando muros de ladrillo con las uñas llenas de barro aún fresco. Las tengo muy manchadas, me doy cuenta.
Y cuando estoy bien cerrada ahí dentro, a salvo de sus ojos ciegos, a solas con mi daño, soy de nuevo mi propia presa en un espacio que yo misma he cerrado. Y de ahora en adelante sé que tendré que conformarme con comer latas de vacío, de ausencia, de cobardía, latas obsesivas. Latas de nada, latas de agujeros por donde se me cuela todo. Latas de lo que queda por no ser capaz de ir a buscar algo más de ese barro fresco que ahora solo me queda en las uñas, qué tan rico sabía hace unas horas en el bosque, para restregármelo por el cuerpo y todos sus centímetros. Y luego tirar mil piedras si encuentro el coraje.
Y en mi desamparo, me seguiré diciendo que es él, el otro el que no me ve, que no necesito nada sino estar sola.
Pero quizás lo que me pasa es justo lo contrario, que me faltan sus pupilas sobre la piel, o las de alguien, tierra masticada, esas manos cóncavas con sus pulgares calientes frente a mi frío. Mi nombre tres veces dicho en alguien capaz de verme. Un beso que me aspire y se lleve con él tanta tristeza. Y aún así, no soy capaz de remediarlo y de pedir ayuda para definitivamente, destruir la urna con una maza y obligarme a buscar un refugio nuevo sin cerrojo por dentro.
O más simple aún. Que alguien me dé por favor una goma de borrar, para deshacerme de esa línea negra del lápiz con la que hace tiempo, marqué la frontera entre yo y mi yo.
Sin comentarios, snif