Caperucita verde y la rana macho de las estepas verdinegras

Caperucita verde y la rana macho de las estepas verdinegras

Esta vez, el ejercicio del curso que hago de escritura creativa infantil en El Sitio de las Palabras (si te da envidia, te apuntas) era escribir un cuento en el que la prota sea Caperucita Verde, partiendo de un texto de inicio dado. Con razón el profe me comenta que el final adolece de frescura y estoy totalmente de acuerdo. Aunque el texto no es gran cosa (el turno de noche no da pa más) lo cuelgo por aquí para que juguemos un rato… ¿le montamos un final divertido entre todos/as? ¡Allá va!

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Hace muchos, muchos años, en un pueblecito verde, donde reinaba la eterna primavera vivía una niña a la que todos conocían por Caperucita Verde, porque su abuela Doña Esmeralda le había hecho una caperuza con lechugas y otras verduras de su huerto.

Un día de tantos de aquella verde primavera, cuando Caperucita se dirigía a la casa de su abuelita toda forrada de hiedras, su madre Doña Verdeluz le gritó desde las ventanas de los laureles:

– Caperucita, Caperucita Verde, ¡que te olvidas el tarro de menta para tu abuelita!

Ya con la cesta debidamente cargada, salió nuestra protagonista para adentrarse en el verde y frondoso bosque que rodeaba el pueblo, con la esperanza de llegar sin demora a casa de su abuela a la que tanto amaba. Pese a que su madre siempre le había insistido en no abandonar el camino señalizado, Caperucita verde era ante todo, una insensata.

Así que, sin miedo ni temor, se adentró entre la maleza para atajar y evitarse las cuestas, cuando, de repente, notó que una mirada se posaba en su capa lechuguina. Aún sin verla, pudo percibir la intensidad de esos dos ojos penetrantes atravesándole como la más fulminante de las fotosíntesis. Eso, por insensata que era.

Desde una piedra en altura, una rana macho de las estepas verdinegras, muy chunga, miraba a Caperucita Verde sin pestañear siquiera. Esperaba el momento propicio de lanzar el dardo venenoso de su kilométrica lengua pegajosa sobre la niña y enrollarla en su viscosa longitud hasta hacerla presa de su glotonería. Y así lo hizo. ¡Zas!

Mientras rotaba sobre sus piernecitas, arrastrada contra su voluntad hacia la rana macho de las estepas verdinegas, Caperucita solo tenía pensamientos de desconsuelo para sí misma: “¡ay!, ¡qué mal destino el mío que voy a morir empaquetada en una lengua anfibia, devorada por esta cosa horrorosa que no tiene pinta de tener piedad alguna del mal ajeno!” Y con toda la fuerza que le confería su dieta basada en hortalizas, cogió aire y gritó a los cuatro vientos “socorrooooooooooooo”, mientras lanzaba berenjenas de su capa a la horrible criatura.

Las copas de los árboles se estremecieron con el timbre de su desgarrado grito. Las briznas de hierba titilaron y hasta el junco, que se dobla pero siempre sigue en pie, acabó por ceder y se zarandeó con el vibrato de su auxilio. La bellota cayó, una hormiga salió corriendo y la tierra tembló de miedo. Y así, poco a poco, de eslabón a eslabón de una cadena ecológica en armonía silenciosa, las ondas expansivas del grito de la insensata se propagaron hasta la hiedra que cubría la casa de la abuela, a la que se le pusieron los vellos de punta mientras leía El Marca.

Doña Esmeralda había recibido la llamada invisible de su nieta y como rayo veloz, salió en bata corre que te corre hacia el bosque, siguiendo su instinto más básico para localizar a Caperucita Verde antes de que fuera devorada.

La abuela se acercaba con premura. La pegajosa lengua de la rana macho de las estepas verdinegras tiraba fuerte de la presa. La insensata temía por el fin de su corta su vida sin haber catado siquiera el solomillo. Y la abuela cada vez más cerca. La rana macho acortando las distancias. Caperucita sudando tinta de linfa. Abuela. Rana. Caperucita. Alguna berenjena más. Abuela. Rana. Caperucita. ¡Dios, qué nervios! La tensión de esta historia no tiene precio.

Justo cuando la rana macho abría su enorme boca para zamparse de lleno a Caperucita Vede con capa y todo, como no podía ser de otra forma, la abuela saltaba por encima de la roca para asestarle un golpe certero en la media nuca al batracio, que no tuvo más remedio que soltar la lengua y dejar libre a la niña y esconderse en un nenúfar.

La abuela cogió a la niña por banda, le cantó las cuarenta y la invitó a su casa a tomar té con la menta que llevaba en la cesta. Y por supuesto, como broche final a un cuento nada conductista, Caperucita Verde no volvió a salirse nunca del camino y fue siempre muy buena y obedeció a su madre en todo lo que le dijo. 

Fin.

Foto: Adam Currie en Unsplash 

Sobre la autora (o sea, yo)

Sin comentarios, snif

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