Perú, agosto de 2022
4.30 am marcaba el reloj cuando pusimos el pie en Lima, después de 11h de viaje. Es complicado mantener a salvo piernas y brazos en un hueco intra-asiento que yo creo que, lejos de ser enano es que absorbe el espacio, que de alguna manera reduce la nada a deuda de vacío, con lo que los viajes transoceánicos siempre te escupen al otro lado debiendo anchura a alguien que no eres tú.
Después de desayunar nos echamos una cabezadita y a la calle que nos lanzamos con ganas. ¡Hacia el centro en bus! Qué gran acierto.
Para entrar al autobús había que acceder por un torniquete que se activaba con una tarjeta que no teníamos, pero el autobusero muy majo nos dejó pagar en metálico y nos prestó una. La sorpresa fue cuando nos dimos cuenta de que nadie tenía esa tarjeta de transporte supuestamente necesaria y en cada parada se armaba por ello un jaleo tremendo.
El conductor se cabreaba porque tenía que ir prestando la suya todo el rato, la gente la canjeaba dos veces sin querer, la gente más entradita en carnes (o la que traía mil bolsas, el carrito con el niño…) no cabían bien porque se atascaban en el torniquete minúsculo y el conductor no tenía cambio suficiente, con lo que dejaba a deber dinero a los viajeros que a cada rato se levantaban a reclamarle la deuda.
Y como se le había olvidado qué debía a quién, otra vez se enzarzaban en una discusión que acababa en un mecagoendios pero a lo peruano por parte de nuestro conductor y les gritaba a todos que compraran puñetera tarjeta que la que prestaba a todo el mundo era la suya personal y que cada día se la fundían con tanto trajín (al final era un altruista incomprendido). Y mientras, el bus se calaba de vez en cuando y la caja de cambios creo que no conocía el embrague.
Nosotras estábamos en éxtasis viendo este espectáculo maravilloso pero a todo esto, resulta al conductor se le olvidó decirnos cuándo teníamos que apearnos, dado que ya os podréis imaginar que no llamábamos nada la atención y estábamos totalmente mimetizadas con el ambiente. Para cuando se percató de que aún tenía a dos guiris en el patio de butacas esperando instrucciones, nos abrió las puertas y nos dejó en medio de un barrio de esos que en la guía viene marcado con calaveras y símbolos de alto voltaje. Nos cagamos ipso facto.
Bueno, yo tardé un poco más que Natalia en ausentarme de oxígeno cerebral porque en mi interior una voz buscaba la calma con argumentos del tipo “bueno, es que somos europeas y es ver un barrio de chabolas y ya imaginamos lo peor, mira qué niño más bonito, mira cómo gira la cabeza la gente a nuestro paso para mirarnos fijamente en silencio sin sonreír, ¡qué majos!, seguro que quieren ayudar y están preocupados por nosotras…” y cosas de esas tipo naif que todo el mundo sabe que no salvan vidas.
Preguntamos a una chica que cómo llegábamos al puente que cruzaba al otro lado y nos dijo “mejor id directas al semáforo rápido y girad a la derecha, porque callejear va a ser mucho más peligroso”.
Y todo esto lo dijo en un susurro mirando a todos lados (¿qué miraba, por Dios?) y ahí sí que pensé que acabaríamos flotando en el río boca abajo.
En ese momento, el semáforo que parecía hasta ahora cerca, se alejó instantáneamente como por arte de magia 1.500 yardas de dónde estábamos y alcanzarlo nos pareció imposible, pero recorrimos la distancia en un tiempo récord y en un periquete llegamos al puente y todo se normalizó.
Bueno, normalizó, mormalizó… Había una señora mayor muy bajita que arrastraba un carrito con un altavoz gigante con música a todo trapo. Y se supone que hacía playback para ganarse unos dineros pero la voz del cantante era masculina y ella ni siquiera hacía que cantaba, pero se ponía el micrófono en la boca por eso de hacer algo y sonreía mucho mientras bailaba con pasitos cortos.
Una ilusión óptica que hacía que te plantearas dónde está exactamente marcada la frontera entre lo surrealista y la expresión artística de alto nivel.
He de aclarar que Lima, pese a este momentazo de inmersión social, no nos ha parecido peligrosa y la gente encantadora. Si preguntas, en los restaurantes, en las tiendas, en la calle… es gente amable y dispuesta a ayudar. ¡Viva!
Después de ver la Plaza de Armas, recorrimos las calles del centro y visitamos dos museos de arte precolombino que nos parecieron fascinantes. Es absolutamente brutal el legado cultural de todas esas poblaciones que nos enamoraron con su visión de la vida, su relación con la muerte, con la naturaleza…
Y eso que somos conscientes de que sólo nos hemos acercado a la punta del iceberg. Es asombroso.
La siguiente parada fue el Mercado Central. Como era de esperar, estaba atestado de puestos de carne, verduras, fruta, quesos, ferreterías, decoraciones de tartas, embalajes alimentarios… Todo muy junto, muy apretado, muy sin refrigerar.
Hie algunas fotos aunque no muchas, porque a mí me da mucho palo siempre ir fotografiando a la gente como si fueran monos de feria e hice lo que pude para llevarme un recuerdo manteniendo el respeto.
El barrio chino quedaba al lado y como eran ya las mil y no habíamos comido, decidimos tirar de Lonely Planet y acercarnos a un restaurante a probar suerte. Había una cola grandecilla pero una autóctona nos dijo que ese era un buen sitio y que estaba limpio, dos argumentos que nos parecieron de un peso suficiente como para apostar por ese establecimiento en concreto entre los miles que hay.
Creo recordar que la carta tenía 16 páginas, llenas de cosas exóticas que solo comieron el resto de comensales porque no sé cómo nos las apañamos para acabar pidiendo entre todo lo mágico, arroz con pollo y pato asado. Sin salsa fosforita ni nada pringoso. Una apuesta segura para nuestro intestino pero aburrida al máximo.
El plato de arroz que trajo el camarero calculamos que habría supuesto siete jornadas completas de trabajo de cinco vietnamitas senior en los arrozales de las inmediaciones de Hanoi. ¡Madre mía! Y el cuarto de pato asado debía de ser de una variante andina emparejada con el avestruz. Y eso que cuando preguntamos al camarero si esos dos platos darían para comer ¡hizo una mueca de duda!
Pero claro, es que si mirábamos las mesas de alrededor nosotras éramos como dos anoréxicas. ¡La madre del cordero! El señor de al lado se comió un plato de arroz como el nuestro él solo para ir abriendo boca, que luego acompañó con empanadas al vapor y unas cuantas cosas más en ese rango de ligeras.
Por no decir la familia autóctona que nos había recomendado el sitio, que cuando nos quisimos dar cuenta se estaban metiendo entre pecho y espada muchos cuencos de comida que cada uno tenía en sí mismo la pirámide alimentaria al completo. Y estaban todas con gafas de sol sentadas en semicírculo en la mesa redonda, con lo que por un momento pensamos que lo mismo habíamos confraternizado con la magia limeña sin saberlo.
Destruidas, con un jet lag del copón y el cansancio vital de todo el día pateando, decidimos volver a casa en taxi justo a la hora punta.
Quiero que cerréis los ojos e imaginéis una carretera de tres carriles, con incorporaciones constantes por todos lados, abarrotada de coches cambiando de una vía a otra sin previo aviso y un taxista, el nuestro, con muchas ganas de dejarnos en el hotel. He visto gente escalando el Aconcagua sin arnés corriendo menos peligro que nosotras.
Yo ya de entrada parecía un redondo de ternera atado para asar, porque el cinturón estaba hecho a medida estándar peruana y yo tengo michelines hasta en las córneas de los ojos. Aquel señor (por cierto, bastante amable) tenía cierta predilección por el juego acelerador-freno, pero no lo practicaba con sutileza, e intentaba colarse por cada hueco que veía para aprovechar recorrido. Pero a su vez no dejaba entrar a nadie, como en el poliamor, que solo suele funcionar en un único sentido y normalmente a favor del que lo proclama. Así que cada vez que veía que alguien quería cambiarse a nuestro carril, le bloqueaba el paso por la técnica del empotramiento de carrocerías que nos ponía los pelos de punta.
Sus cambios de carril eran espontáneos, porque él era un alma libre del volante, con lo que aceleraba y frenaba sin que nos diera tiempo a reaccionar, poniendo a prueba de bomba el mecanismo de nuestros cinturones. Ayer me tiré un eructo y creo que noté que venía del estómago, que ahora lo tengo desplazado bajo el pulmón izquierdo. Las cervicales las hemos perdido para siempre.
A todo esto, cuando veía una semirecta algo vacía, aceleraba al máximo llegando a alcanzar casi los 100 km hora ¡en un atasco! La distancia de frenada se la pasaba por el forro de su chaqueta y clavaba el freno motor en el asfalto como un señor.
Y lo mejor: todo esto chateando con su mujer a la que creo que tenía registrada como “la sargenta” o algo así.
Pero llegamos sanas y salvas. Nos metimos en el sobre y nos quedamos como dos leños al segundo. Había sido un día laaaargo.
Otro día – AREQUIPA
Arequipa no tiene nada que ver con Lima. Es bastante posible que nos vayamos de Perú sin saber cuántos países caben dentro de él.
Es una ciudad grande, pero aún así mucho más manejable y humana en cierto sentido, con un ritmo muy diferente. Nos conquistó nada más llegar. Su Plaza de Armas bien merece una visita y dan ganas de sentarse ahí a pasar el rato simplemente viendo la vida y el bullicio de su población yendo y viniendo.
Según nuestros planes, teníamos el objetivo de ver tres cosas porque había poco tiempo:
- La casa de Vargas Llosa
- La momia de Juanita
- El Monasterio de Santa Catalina
Pero entre medias se coló el restaurante Chicha de Gastón Acurio y la cosa se torció (o se enderezó) y decidimos darnos un festín en nombre de la humanidad, porque sí. Con calma. Y mereció la pena porque en cada plato, tocamos el cielo y volvimos a bajar. Ricoooooooooo.
Nos tocó un camarero que queríamos llevárnoslo a casa de lo majo que era, aunque he de decir que la gente es de las cosas que más nos está gustando de este viaje. No hemos tropezado con nadie que no tuviera una palabra amable en los días que llevamos. Desde aquí una ola al pueblo peruano.
Pateamos el Monasterio de arriba abajo y nos gustó muchísimo. Es una maravilla arquitectónica, repleto de rincones mágicos y bien conservado, con lo que podías imaginar a las monjas viviendo ahí perfectamente. Aunque casi mejor no, porque había una habitación con retratos de todas ellas y no sé yo si querría toparme con alguna.
Alucinamos un poco con la dinámica del convento, muy diferente a lo que una tiene en la cabeza. Es como una miniciudad dentro de Arequipa, con sus calles y sus casas completas para cada monja, que parecía aquello más un campamento de verano que un convento de retiro y espiritualidad. Me he quedado con ganas de leer más sobre ello.
Os voy a poner muchas fotos para que veáis que este se un blog de prestigio y porque así animo un poco el texto, que si no queda muy largo.
Por la tarde aprovechamos para pasear, porque nos dimos cuenta de que el resto de lugares que teníamos en la lista ya estaban cerrados y nos recogimos pronto porque sinceramente, estamos ya mayores para tanto trote. Habrá que volver.
No obstante, todavía nos dio tiempo a abrazar a una pequeña llama. ¿Alpaca? ¿Cabra? ¿Vicuña? ¿Guanaco? A saber, que a nosotras nos da igual avestruz que gorrión (y eso que se supone que yo estudié cinco años de biología).
Otro día – CHIVAY.
Somos cocainómanas, no pasa nada. Y politoxicómanas, porque lo mismo la consumimos en hoja, en infusión o en caramelos, hasta ese punto hemos llegado.
Nosotras llevábamos nuestros diuréticos en el bolso, pero al llegar aquí los autónomos del hotel se evitaron la carcajada y procedieron a introducirnos de lleno en el mundo de la drogodependencia con un té de coca. ¡Tomaos esto y dejaos de chorradas! Y pal gaznate que fue.
La primera parada de la ruta ya fue directamente en un local para abastecernos de hojas de coca como para ser arrestadas por narcotráfico.
Le dije a Natalia que parecíamos Manolo Escobar, a lo que ella me contestó que ese era el del carro y que el chungo era su primo Pablo, el del cartel.
Aclarado el despiste, la guía nos explicó cómo había que ingerir la mercancía, que consiste en coger unas 12 hojas secas, hacerlas un rulo y meter dentro un catalizador mentolado para que te haga efecto más rápido y no vomites del sabor a hojarasca de bosque en otoño.
Te tienes que colocar el fardo en un lateral de la boca, que parece que tienes una compostera ahí dentro, pero tienes que ser fuerte e ir masticando lentamente hasta que se te haga una bola de pasta compacta y pierda el sabor a asco. Cuando ya te ha anestesiado el moflete y parte del tímpano de ese lado, lo escupes y a los 20 min repites el proceso en el otro lado.
Mientras el bus avanzaba por el paisaje peruano, yo no hacía más que mirar a Natalia y pedirle a la vida que no nos dejara morir ahí, teniendo en cuenta que ninguna de las dos se ha drogado nunca y no tomamos ni alcohol. Morir por sobredosis sería el colmo ya de nuestra propia vida. Una parodia de nuestra abstinencia. Cuando ya estaba imaginándonos a las dos en albornoz en el Proyecto Hombre, nos explicaron que la coca así no coloca y que nos tranquilizáramos.
Natalia ni hablaba, porque decía que no era capaz de mantener las hojas juntas y que tenía un pesto amargo campando a sus anchas por el paladar difícil de unificar. Y cuando se reía se le veían micrococas en todos los dientes. ¡Qué risa!
Pero llegamos a los 5.000 casi 6.000 m de altitud (por si las moscas, aclaro que en bus) y fue una experiencia extrasensorial. Tu cerebro va raro y no por sobredosis, sino por anoxia. Tienes que andar muy lento, todo te pesa y no riges bien. Estás como mareado pero tuvimos suerte y ahí quedó la cosa. Los síntomas fueron leves y pasajeros porque cuando comenzamos a descender, ya se nos fue pasando.
Había poco que hacer en Chivay con nuestro cuerpo escombro después de coronar los 5.000 y pico metros de altitud armadas de coca hasta los dientes, salvo observar perros vestidos con chándal de Adidas, así que decidimos ir por la tarde a unas termas locales a relajarnos (y porque estaban incluidas en el pack vacacional). Una especie de detox psicoadictivo, pensamos.
Nada más llegar, tardamos pocos segundos en darnos cuenta de que había sido un error y que habría sido mucho más molón el plan de las tirolinas sobre un acantilado de varios cientos de metros, so pena de despeñarnos inclusive, al que se habían ido otros viajeros mucho más listos.
La recepcionista nos explicó que había cinco piscinas pero que por motivos higiene los turistas solo podíamos usar dos, porque en las otras podíamos coger algo. Y usar la palabra algo en un contexto así es osado, ya que todo el espacio amplio que deja el significado universal del concepto en seguida lo rellenó nuestra imaginación con opciones poco apetecibles que iban de la muerte agónica a la muerte lenta y dolorosa.
Seguidamente, el guía nos remató llevándonos al manantial de donde salía el agua termal que olía a azufre que echaba para atrás, para explicarnos que no podíamos permanecer más de 20 minutos en el agua por peligro de que nos intoxicáramos. Acto seguido, le pareció el momento apropiado para relatarnos el caso real de un turista al que le pasó alguna calamidad que ahora mismo no me acuerdo pero creo que incluía, si no la muerte, su visita próxima.
En ese momento supe que Natalia había dejado de escuchar y que las palabras algo, azufre, intoxicación, falta de higiene y muerte (sobre todo esta) retumbaban en su cabeza. Podía oír cómo todas ellas golpeaban insistentemente sus meninges.
Abrazaba su toalla con demasiada fuerza, presa posiblemente del terror. Aún así, he de decir en su defensa que nos pusimos el bañador y hacia la piscina que nos fuimos porque nos pareció feo negarnos. La hazaña de cambiarnos sin tocar el pavimento y su flora puede ser equiparable a un ejercicio de suelo de gimnasia deportiva femenina.
Nos metimos en ese agua turbia ardiendo, en una piscina llena de gente comiendo dentro y con el suelo gelatinoso. Bueno, Natalia hizo como el lagarto ese que anda sobre el agua y creo que consiguió salir hasta seca. Yo estuve un ratito más, pero porque hacía mucho frío fuera y me daba pereza máxima salir.
Como el guía nos había dicho que no nos molestáramos en ducharnos porque el agua era la misma que la de la pisci, nos pusimos la ropa directamente y nos sentamos en un banquito a esperar la hora de irnos. Por el cielo vimos pasar algo y como no llevaba las gafas puestas grité emocionada «mira, Natalia, ¡el cóndor!» demasiado alto para estar en un país en el que se me entiende. Mi compañera, que por no haber no se había quitado ni las gafas en todo momento, me sacó de dudas y me dijo que no era el ave, sino una señora entrada en carnes lanzándose por una tirolina. La tirolina por la que deberíamos habernos lanzado nosotras.
Pensamos que al menos la visita había merecido la pena porque las taquillas estaban pintadas a mano con dibujos fantásticos. Y Natalia tuvo tiempo de sobra para pensar un listado completo de posibles enfermedades que podríamos contraer que incluso creo que incluía alguna venérea. Y de contármelo con pelos y señales, claro.
Pese a todo, como siempre, la experiencia nos regaló muchas risas y una anécdota inolvidable para los restos. La inmersión en lo local es maravillosa.
Otro día – VALLE DEL COLCA
¡Vimos al cóndor! Con nuestros propios ojitos sobrevolando muy cerca nuestras cabezas. ¡Qué flipe! Esta vez sí que era, os lo juro.
El cañón del Colca es un lugar impresionante. Aunque el camino para llegar es largo y la guía tenía mucho gusto al micrófono y poco arte para la oralidad, ver un precipicio de 1.200 metros de caída es algo que no se ve en la Sierra de Guadarrama e impresiona, qué queréis que os diga (no me imagino cómo debe ser seguir subiendo y ver esa caída pero de 4.000 y pico metros hacia abajo, pero tendremos que dejarlo para la próxima). Y si encima tienes una bandada de bicharracos planeando a pocos metros, ya ni os cuento.
Fue un día con mucho autobús y se nos hizo un poco pesado, aunque fuimos parando en varios miradores y también la guía nos fue contando cosas bien interesantes de las culturas que han ido habitando el valle, sus costumbres, su forma de vida… La verdad es que es impresionante y un hilo del que me gustaría tirar algún día.
Finalmente llegamos a Puno sin muchos sobresaltos y tuvimos la tarde libre, que yo aproveché para hacer trizas la pantalla del móvil. Así que tuve que salir a apatrullar la ciudad en busca de un servicio técnico que me apañara la desdicha, antes de seguir nuestra ruta por el Perú profundo. Natalia aprovechó para quedarse a descansar de mí en la habitación.
Todo parecía sencillo: sal del hotel hacia la izquierda, primera a la derecha y ahí nomás. Pero de nomás ni de coña, con lo que volví a preguntar. Sí, nomás aquí cerquita, gira a derecha y luego a izquierda nomás y dos pasitos patrás. Y mientras yo nomás en mi mente intentando recordar cuál era el plano urbano para volver luego al hotel. Nomás.
Llegué a la tienda con cara de desesperación, lo que automáticamente subió la tarifa del servicio a precio astronómico. Dos consultas más y la pantalla se puso a cotizar en el Ibex pero ahí nomás, ahí sí que me lo tuve que comer. Venga pantalla china a tope por una cantidad que acabaría con la hambruna de medio cuerno de África.
Total, que tocaba volver al hotel. Tiré de plano mental y lo único que me salía era el tablero del Monopoly porque además había oscurecido y todo Puno estaba en la calle. Hostia, ni idea de por dónde regresar, ni idea de cómo se llamaba el hotel, sin cobertura ni batería. Por supuesto, no me sé el teléfono de Natalia de memoria. Todo genial nomás.
Laura, camina. Laura, muévete. Laura, esto es un ataque de pánico y ya. Laura, piensa. Laura dando vueltas ¡y al fin lo encontré! Lista para ir con @jesuscallejatv a donde me lleve (cuesta abajo o en plano).
Salimos a cenar para celebrar la reunificación familiar y mi nueva pantalla. ¡Qué rico todo!
Y ya en el hotel, en plena noche Natalia me despertó preocupada porque creía tener un amago de ictus, hasta que nos acordamos de que estábamos a chopocientos metros sobre el nivel del mar y eso era típico del mal de altura. Se tomó un ibuprofeno, yo otro por solidaridad y por si las moscas, y allá que nos echamos a dormir sin piedad hasta el día siguiente.
Otro día – TITIKAKA, UROS Y AMANTANÍ
El día 5 era un punto importante de nuestro viaje porque la ruta prevista era salir hacia el lago Titikaka en busca de aventura, que incluía viaje en lancha y dormir en una casa de la población local. Las previsiones eran alcanzar los 4ºC por la noche y hospedarnos en una habitación familiar sin agua y sin luz. Algo que en Madrid a 40ºC nos pareció muy pintoresco pero que una vez en terreno, no nos hacía la misma gracia.
Estábamos listas con nuestras maletas en el vestíbulo del hotel cuando pasó una guía a buscarnos. Nuestra sorpresa fue cuando nos juntamos con el resto de personas que harían el mismo tour y todos llevaban únicamente una pequeña mochila de manos y poco más.
Le hicimos notar a la guía semejante diferencia en tamaño y nos dijo que claro, que no podíamos llevar más que una muda, pequeño detalle que se les había pasado comentarnos. Así que tuvimos que volver al hotel a todo trapo y apenas coger unas bragas y el cepillo de dientes mientras todo el grupo nos esperaba. Nuestra ropa térmica se quedó atrás y supimos que la crionización nocturna estaba asegurada.
Nos subimos a la lancha y nos adentramos en el Titikaka a todo trapo. No hay palabras para describirlo, chavalada, es como enormepreciosoinmensotranquiloazullleno, todo a la vez, imposible dejar de mirarlo. Y también a la vez a casi 4.000 metros de altitud. ¡Vamooosss!
Nuestra parada fueron las islas flotantes de Uros, en las que vive una población de aproximadamente 1.000 y pico personas que no pueden tener vajilla en las estanterías porque su mundo está en constante bamboleo. Es espectacular.
Construyen estas islas con una planta llamada totora en medio del lago y ahí se montan unos cuatro chaletes también de totora donde vive cada núcleo familiar. Que igual te usan luego la totora como alimento, muebles, leña, para hacer artesanía o construir barcas enormes preciosas con las que ir a ver a los amigos. O para atizar a tu cuñado cuando no puedes más de tanta proximidad. La señora Rosa nos lo explicó todo en aimara y todos aplaudimos al final porque se lo merecía. Y le compramos una cerámica preciosa.
De Uros nos fuimos a la isla de Amantaní, que era donde teníamos previsto morir de hipotermia nocturna. Ya nada más desembarcar nuestra matriarca vino a buscarnos y se enfiló a todo trapo cuesta arriba por unos riscos para enseñarnos donde estaba su/nuestra casa. Fue entonces cuando el mal de altura vino a buscarme y de un barrido vacío de golpe mis pulmones y me atizó con el martillo de Thor en plena sien, con lo que me vi en medio de un prado paralizada sin poder dar ni un paso más.
Menos mal que Natalia vino en mi busca y me dijo que no la abandonara todavía, que aún teníamos que pasar la prueba de amanecer cubiertas de escarcha y no quería hacerlo sola. Así que a paso de caracol con apoplejía llegué a la guarida sin paro cardiaco.
¡Menuda choza nos tocó! Como el guía se había apiadado de nosotras por la confusión con el equipaje, nos buscó la mejor casa de la isla e incluso nos apañó una habitación con baño privado y moqueta. ¡Toma ya! Y la señora de la casa resultó ser la Koplowitz del pueblo porque también regentaba en la plaza un bar de alto copete para la idiosincrasia local.
Se supone que nuestra agenda de actividades incluía un paseo de no sé cuánto tiempo, por supuesto cuesta arriba por el secarral, para alcanzar un templo de oración a la Pachamama. Y en realidad valoré unirme al grupo y de paso, llevarle como ofrenda mis bronquios escocidos y medio kilo de pulmón a la diosa, porque calculaba que eso era lo que me iba a costar superar el desnivel de 400 metros en vertical por cada centímetro en horizontal. Finalmente decidí honrarla mentalmente desde la plaza y plantar dos cerezos en agradecimiento por su compasión cuando llegara a casa.
Resulta que estos días había una súper fiestolina en el pueblo, con bailes regionales y mucha animación, así que nos quedamos encantadas en una cota constante, de palique con la gente local. Había también los puestos de artesanía típicos que te encuentras por todo el territorio, con gorros de alpaca, jerséis de alpaca, tapices de alpaca y pequeñas figuras de alpaca exactamente iguales a los del puesto de al lado, así que comprar algo siempre es un estrés moral porque es como elegir a quién quieres más, a papá o a mamá, a la artesana de la izquierda o a la de la derecha.
Los bailes empezaron pronto y cogimos asiento en las gradas, mimetizadas entre la población local, así como pueden mimetizarse dos tomates en una caja de judías verdes. Pero tan felices, preguntándoles a cada rato por su ropa, por los bailes, por lo que estaba pasando… No podemos catalogar al pueblo peruano como un gran conversador, pero nosotras no soltamos la presa y desplegamos un interrogatorio que fue atenta, aunque escuetamente, respondido.
Fueron bajando los excursionistas y la plaza se fue animando. Llegaron más bailes, más gente y se organizó un tinglado interesante, con mezcla de nacionalidades varias y los autóctonos vestidos con sus trajes, que son espectaculares. Era divertido sobre todo porque veías que no era un espectáculo montado para turistas sino para todos, para disfrutar vinieras de dónde vinieras.
Aquello estaba a reventar y llegaron las fogatas. Natalia hizo un análisis de riesgo inmediato y me aseguró que estábamos a una distancia de seguridad muy reducida dada la inflamabilidad de nuestra ropa, pero yo le expliqué que prefería morir a lo bonzo (o como se diga) antes que retirarme de las llamas, porque estaba acumulando calor como una pila de litio para la fría noche que nos esperaba.
Y mientras mirábamos interesadas los bailes en aquella plaza a reventar, desde una esquina discreta de las gradas, entre enaguas de colores y camisas bordadas, el jefe de la fiesta enfiló aquella diagonal sin recato y me cogió por el brazo para unirme a la fiesta delante de todo el mundo. Así que ahora formo parte de todos los reels y vídeos familiares de medio planeta tierra.
Aquel hombre enmascarado de altura (raro en el pueblo peruano), cogió mi mano con una seguridad pasmosa y me elevó flotando entre fogatas y otras personas danzantes.
Los tambores y las flautas sonaban, las enaguas volaban a nuestro alrededor y nuestros cuerpos conectaron en una sincronización perfecta y armónica con el ritual de la danza. Ya me veía informando a mi familia de la fecha de la boda cuando mis pulmones me recordaron que no estaba yo para saltos y que a esa altura, los únicos movimientos que pensaban esponsorizarme eran el parpadeo y como mucho, el habla. Así que tuve que despedirme de mi amado, al que jamás vi la cara, y volver a las gradas respirando como una gorrina para reponerme.
Luego bajamos a cenar a nuestra casa y la regenta del garito nos dijo que en vez de sentarnos en el salón oficial de turistas, que nos proponía cenar en su cocina, la de su casa, la calentita, mientras ella nos preparaba algo de comer. Nos pareció un pedazo regalo y un detallazo que nos abriera su casa, su intimidad y que nos dejara invadir su espacio de esa manera. Verla cocinar y sentarnos en esa mesa con mantel de motivos andinos fue maravilloso.
Por la noche había una discoteca con música en directo pero la regla del pueblo era que no podías ir si no era con su traje típico (que no es que lo usen de fiesta, es que lo llevan todo el rato). Nos dejaron faldas, blusas y mantillas y allá que nos fuimos a mezclarnos con la fiesta, aunque nos retiramos pronto porque estábamos derrotadas. Aún así hubo bailes en corro, trenecitos, pasillos y muchas risas. Y olor a sobaco, todo hay que decirlo.
Cuando llegamos al cuarto la temperatura ambiente debía ser bajo cero, así que sacamos el cepillo de dientes y una vez aseadas y recuperada la circulación sanguínea de las manos y la zona bucal que había estado en contacto con el agua gélida, nos metimos en la cama vestidas con abrigo y todo, pese a tener seis mantas de lana de alpaca cada una (no miento, es literal).
Por inverosímil que os parezca pese a la temperatura y la dureza del colchón, que no se inmutaba cuando te sentabas en él, dormimos genial. Yo chutada con fármacos varios para el dolor inhumano de cabeza, pero bien. A la mañana siguiente sacamos de nuestra mochila las bragas limpias, nos aseamos gritando con el agua procedente de los nevados andinos como los gatos, nos volvimos a poner la misma ropa y después de desayunar despedimos con un abrazo enorme a la señora Gladis y cogimos su tarjeta, por si alguien de por aquí quiere ir a visitarla.
Ella nos regaló una flor de ganchillo que ahora llevamos prendada de la mochila.
Otro día – TITIKAKA, TAQUILE
La isla de Tequile fue nuestra próxima parada, otra de las islas dentro del Titikaka, y como tampoco nos vimos listas para hacer otra ruta empinada hacia el templo sagrado, nos quedamos en el barco anclado en el muelle esperando al grupo tan ricamente.
Natalia aprovechó para troncharse en el asiento y dormirse una siesta mecida por el oleaje, mientras que yo salí a hacer tiempo al minúsculo puerto a ver si enganchaba de palique a algún local. Para ir a cualquier otro sitio tenía que superar los 540 escalones de la foto, cosa que ni me planteé.
Los locales que iban bajando eran muy escasos y hacían cosas raras, como cambiarse todo el rato de sitio sin razón aparente. Había una pareja de lo más entrañable que descendió por la escalera como si el tiempo no contara, con sus faldas ella y su traje negro con sandalias él, su fardo enorme cargado de misterios ella y su sonrisa él, así que me acerqué a ver qué se cocía en su mente, en su vida y en sus 100 y pico años.
Les hablé. Luego más lento pero ellos me contestaban con monosílabos (pero no bordes, sino como un poco extrañados de que me dirigiera a ellos en son de paz). Se me quedaban mirando fijamente y en silencio con absoluta naturalidad, como si fuera una especie de humana irreconocible surgida de la profundidad de las aguas, capaz de cualquier cosa.
Fue divertido pero como no fluían los temas, me retiré al final de la embarcadero a sentarme mirando la infinitud de los límites del Titikaka y a pensar sobre mi presente y mi futuro, ambos igual de insondables que las aguas del lago. No llegué a ninguna conclusión, pero se me pasó el rato rápido y me sentí como ese tipo de gente que medita y le sale.
A la vuelta a Puno me creí que era la protagonista de un verano en Saint Tropez y viajé todo el rato en cubierta disfrutando del sol y del agua mientras pensaba de nuevo en mi vida, pero esta vez en lo fácil que es hacer feliz a la gente que quieres y lo feo que es hacerles daño. Estuvo bien pero tanto sol y tanta brisa me ocasionaron una quemadura del cuero cabelludo de tercer grado. Que dolía cuando bajamos a tierra y volví a ser una ciudadana con facturas, sí, pero que mereció la pena.
Creíamos que teníamos la tarde libre pero cundo ya nos veíamos duchadas y oliendo a colonia, se nos comentó que aún teníamos una visita a unas ruinas incas llamadas Sillustani, con edificios funerarios. Así que nos montamos en una furgo y nos fuimos a dónde da la vuelta el viento a ensanchar nuestro conocimiento del mundo.
La guía nos recogió nada más llegar de Tequile y se empeñó en contarnos, pese a nuestro evidente nefasto estado intelectual en aquel momento, una de las leyendas de la creación de los incas, que incluía una serie de nombres llenos de sílabas, chs, y tildes que intentábamos retener por educación y por ansia de saber, pero de los que perdimos el hilo cuando empezaron a casarse entre ellos y a convertirse en roca y cambiarse el nombre.
Cada vez que copulaban entre familiares Natalia se preocupaba por la salud de la descendencia y preguntaba “¿pero los hijos les salían sanos?”, como si nos estuviera hablando de una noticia del Hola! y yo apuntaba “igual que los Borbones, que así han salido”, porque estar chutada de biodramina ensalza mi vena antimonárquica aún más y no hay leyenda inca que me haga olvidarlo.
La verdad es que Perú tiene muchas glorias, entre ellas el ceviche y la cultura. Nunca os neguéis a ninguna de las dos, consejo de amiga. Las ruinas resultaron ser espectaculares y la guía… ¿qué puedo decir de ella?
Todo empezó bien, hablándonos de la relación de las estructuras funerarias con las matemáticas, la Cruz del Sur y cosas de esas que a mí me hacen salivar. Me hablas del número Pi y las proporciones de teoremas de gente con ilustres apellidos y me tienes escuchando sin respirar. Pero no sé cómo la cosa se empezó a ir por derroteros de extraños y ya ahí me planté si las poderosas fuerzas del destino nos mezclan a los humanos por algo.
Empezó a hablarnos de que en el mundo existían nada más y nada menos que trece dimensiones, pero esto no lo decían los incas ni nadie, era de su propia cosecha. Entonces Natalia, que hasta ese momento había estado sufriendo el soroche arrastrándose por las cuestas y que había delegado en mí el peso de la conversación matemática, resurgió de su mísero estado emocional y se enzarzó con ella en una disertación sobre la dimensión de los otros mundos, o algo así, que estaba relacionada con el estado de los sueños y el esoterismo, cosa que ya definitivamente hizo que mi cerebro desconectara y se centrara en el paisaje. Es que no puedo con esas cosas. Menos mal que Natalia es la reina de la diplomacia y la tía puede mantener una conversación sobre cosas que yo sé que le parecen absurdas prestando de puertas para fuera una devoción digna de Óscar.
Ya en el parking recogimos a una mamá peruana con su hijo Daniel de tres años que se había quedado tirada allí en las ruinas y nos pedía transporte en nuestra furgo. Daniel no pensó que era una gran idea porque él quería montarse en un bus y no en esa mierda de transporte que le parecía un autocar venido a menos, así que hubo que meterle sin tener en cuenta su pico de cortisol, el acompañamiento respetuoso y la escucha activa, sino más bien a la fuerza bruta y porque sí.
Berreó, pataleó y chilló con una capacidad pulmonar que envidiamos durante un buen tramo, hasta que se dio cuenta de que Natalia y yo hablábamos raro y veníamos de un país en el que no había llamas. Y nos contó que tenía un amigo que se llamaba Ian y que quería mucho a su hermana Mila. Yo le hablé de Hugo y Manuela y de lo que les echaba de menos y compartimos consejos de cómo ser una buena madre y dejarles subir piedras sin preocuparme.
Llegamos a Puno. Y el largo día desplegó su fin, no sin antes meternos en la ducha y tocar el Nirvana.
Otro día – CUZCO
El viaje de Puno a Cuzco en bus fue largo, muy largo. Ya estábamos de bajona por eso de que iban a ser muchas horas, pero resultó que al final, como había asientos vacíos, fuimos las dos de solteras y estiradas como reinas.
El grupo de gente que compartíamos viaje era bastante raspa. Había dos españoles cool que no hablaban (ni entre ellos) porque ser guapo te viste de ese aura de divinidad que los demás estropeamos con nuestra presencia y nuestras puntas abiertas, así que te miraban con cara de asco cuando te dirigías a ellos y se les olvidaba bastante lo del “gracias” y “por favor”, eso que a los ginchos nos viene de serie.
También había una italiana que hablaba alto y hacía FaceTime con su familia del Véneto, para que los demás nos sintiéramos al filo de ser secuestrados por la mafia. Y había también un mistery passenger con la tripa descompuesta que se tiraba unos pedos que casi nos empasta las muelas a todos y todas. Y todes.
Había dos familias que viajaban con menores, cosa que me pareció de una bravura digna de destacar (no es este un viaje sencillo para la paternidad/maternidad).
El guía, que se parecía a Billy Cristal pasado por un túnel de lavado facial peruano, era súper amable y cariñoso con ellos, e incluso dejó que una niña pusiera nombre al grupo. Ella decidió llamarnos “grupo feliz”, para que luego digáis que la infancia siempre dice la verdad y es inocente. O estaba ciega o esa niña apunta a dominar una ácida ironía desde su tierna edad.
Sin embargo, en ese viaje de bus conocimos a Natalia y Albert, aka los señores de Torres, que han sido nuestros amiguitos y compañeros de viaje casi el resto de nuestra aventura. Ha sido genial conocerlos y nos lo hemos pasado a lo grande juntos. ¡Nos vemos en España, amigos!
Lo bueno del día es que vimos lugares increíbles, ruinas, paisajes… Os juro que Perú es un país de contrastes y que en medio de un pueblo aparentemente olvidado (Andahuaylillas, el andahuaylillador que lo andadeshauylille) te encuentras una iglesia que parece aquello la Capilla Sixtina pero en mestizo, con oro para hacer la dentadura completa a todo un festival de raperos. ¡Y qué techos! Verdaderas obras de arte llenas de colores y motivos incas, ahí conviviendo con nuestros santos, tan sufridos ellos. Me quedé pasmada por el conjunto y por la convivencia de símbolos.
También visitamos unas ruinas incas que la encogen a una y un museo de arte precolombino con momias disecadas de humanos y llamas que me dije yo enseguida que ahí caía foto para mis pedrusquillos, que tanto les gustan esas cosas.
Natalia y yo andábamos ya con un follón inca que no os quiero ni contar, así que freímos al guía Billy Cristal pidiéndole un ranking y una estratificación de deidades, porque nos estábamos haciendo la picha un lío y ya hacía tiempo que nos habíamos perdido. Tampoco él supo orientarnos, por lo que he tenido que salir del país con una mochila cargada de libros sobre cultura inca y mitos y leyendas a ver si me entero (dato verídico). Empecé a leerlos en el avión y los tengo subrayados y todo, pero necesito más tiempo para integrarlo.
Pero luego sigues la ruta y te encuentras carteles que rezan lo siguiente: “aviso, cualquier delito será castigado con el linchamiento” (lástima que no fui rápida con la cámara) y se quedan tan a gusto, porque aquí en Perú hay mil Perús dentro.
Tenéis que venir.
Otro día – VALLE SAGRADO
Quien piense que va a Perú a descansar, que cambie el billete. En caso de querer algo más tranquilo, mejor postular para ir a la isla de los famosos, hacerse a nado el estrecho entre tiburones o pasar una semana entre orangutanes en celo, que seguro que suelta menos adrenalina. ¡Qué paliza de viaje! Eso sí, te lo pasas chupilerendi.
Al día siguiente de hacernos la ruta de horas en autobús, nos montamos en una furgoneta con los Sres. de Torres, dispuestos a recorrer el Valle Sagrado desde Cusco a Ollantaytambo. Nuestro gurú local era Willy en este caso y el chófer el Sr. César, que resultaron ser los mejores guías de todo el viaje.
Empezamos la ruta desde arriba, como no podía ser de otro modo, y nos sentamos todos en un poyete para hacernos la foto panorámica que luego podremos enmarcar en dorado y plantarla sobre la chimenea de nuestro cottage en Normandía, para fardar de que hemos visto mundo.
La primera parada digna de mención fue Pisaq, pero más que nada porque me acuerdo de que nuestro mentor nos sacó de la ruta oficial plastificada para turistas y nos llevó a un lugar dónde hacían unas empanadas de escándalo. No lo dudamos ni un minuto y hubo unanimidad en el grupo: ese manjar bien merecía jugarse una cagalera crónica. Así que nos tiramos al río y pedimos incluso una chicha morada para beber, que no volvimos a probar otra igual en todo el viaje. ¿Alguien sabe si se puede encontrar en Madrid?
Creo que también nos llevó a una fábrica de plata, que fue un poco la parada obligada que te cuelan todo el rato a ver si te animas y te sacan los parneses, que es un rollo pero que luego aprendes a apreciar porque tienen servicios higiénicos (baños) sin tifus ni candidiasis en posición de ataque.
Además, a la salida vimos un perro de raza endémica peruana que con perdón, es la cosa más fea que habita la Pachamama. En serio, buscadlo en internet. Es un bicho sin pelo (como los gatos esos pelados) con cresta por arriba y de color grisáceo pero mal. Ellos dicen que es la caña, que si los incas le adoraban, hipoalergénico y muy listo, ¡declarado patrimonio cultural o algo así!, pero es que todas las criaturas de Dios tienen sus virtudes si rascas un poco, claro. Tendría que haberle hecho una foto pero es que el impacto emocional por su sola visión no te deja reaccionar.
El contenido sesudo tuvo su primera parada en el complejo arqueológico de la ciudad, que contiene el cementerio inca más grade del mundo. Y os digo que impresiona. Te plantas delante de una montaña atiborrada de aproximadamente 8.000 cuevas donde ellos enterraban a sus seres queridos, con sus pertenencias y ofrendas para hacer su viaje al otro mundo. Por supuesto, todo está ahora saqueado y no queda ahí ni un anillo de bisutería pero sigue siendo algo espectacular. Yo vengo flipada con el tema inca (y sus culturas predecesoras en general).
Por supuesto, también estaban sus terrazas agrícolas tan representativas y construcciones perfectamente organizadas, que no es moco de pavo. Subimos hasta arriba, para comprobar con nuestros propios ojos la importancia de la localización del asentamiento, que tenía una función de vigilancia importante y desde la cual controlaban toda posible invasión sin necesidad de lentillas.
Nuestra ruta continuó y la siguiente parada ya fue para comer. En Perú se come estupendamente pero como en todos sitios, normalmente a los turistas nos meten a granel en lugares de bufé en los que se combinan cosas tan típicas como pasta blanda al pesto con ceviche de trucha. Y terminas haciéndote una composición esquizoide de sabores que ya no sabes si masticar o tragar a pelo. En este caso, además, todo estaba amenizado por un concierto de versiones de Abba con ocarina y flauta peruana interpretada por un músico entusiasta que luego vendía su tortura enlatada en CD, por si te quedaba tímpano aún.
Seguimos la ruta hasta Ollantaytambo para visitar su fortaleza, que nuevamente me dejó impactada. Nada más entrar mire hacia arriba y quedé extasiada por el conjunto pero sobre todo, por la cantidad de escaleras que había que superar para llegar a la cima, lugar al que nuestro Willy quería llevarnos sí o sí.
De modo que empezamos el ascenso, aunque íbamos parando de a pocos para que nos explicara cosas de calado. Además, luego le entró urgencia gástrica y tuvo que bajar al toilete, con lo que nos dejó tiempo para ir subiendo a ritmo pausado y esperarle en la cúspide con aliento recuperado.
Pensar que los incas hacían las cosas al tuntún es como pensar que la Esteban es de verdad la reina del pueblo. Chavalada, esta gente no daba puntada sin hilo, os lo digo.
Lo que más impacta siempre es esa conexión tan brutal que tenían con la naturaleza, su creencia apasionante de que los ríos, el cielo, las montañas… eran seres vivos, donde habitaban las divinidades que les protegían a cambio de respeto y adoración. Sus templos y fortalezas siempre están en localizaciones especiales, allá donde se encontraban cerca del sol y rodeados de sus Apus (montañas) para sentirse seguros.
Pero es que además, en las propias construcciones había un dominio brutal de las luces y las sombras, la observación del cielo y sus ciclos… con lo que jugaban con los solsticios y los rayos de sol de manera espectacular para venerar a sus dioses. Flipante y difícil de explicar por aquí, de modo que tendréis que ir.
Después de semejante locurón cultural bajamos al mercado a abrazar el capitalismo y luego enfilamos para el que sería nuestro hotel, aunque el señor César nos tenía preparada una sorpresa y se desvió de la ruta un poco para enseñarnos el hotel más horroroso que me pueda imaginar.
¿Pues no resulta que existe un alojamiento formado por cápsulas suspendidas en una pared vertical a las que hay que llegar escalando? Os juro que hay gente pa tó, aunque he de decir que luego la bajada es por un sistema de tirolinas en zigzag que me dio un poco de envidia.
Nuestro hotel resultó ser mucho más chic y moderado para los problemas cardiovasculares. Además, tenía un pimpollo de ojos azules en la recepción que se había mirado más de una vez al espejo esa mañana para adorarse, con lo cual te hablaba sensual y con mirada fija sin criterio de selección, aunque le estuvieras pidiendo un secador o la simple clave del wifi. Y cuando te deba la llave creo que esperaba que soñases con que se quedara con el número de habitación y te visitara en cueros por la noche, aunque tú estuvieras deseando en realidad ponerte el pijama y buscar un capítulo nuevo de El Mentalista en la tele por cable.
Como dicho hotel estaba un poco alejado, cenamos estupendamente en su restaurante y nos pasamos el resto de la velada picándonos con los retos del cuadernillo de verano de Blackie Books con los Torres. ¡Qué risas! Nos enganchamos y no podíamos parar aunque hubo que dejarlo pronto porque al siguiente día el Machu Picchu nos esperaba.
Otro día – MACHU PICHU
¡Y llegó el día de visitar Machu Picchu!
Por la mañana nos levantamos con la noticia de que estaban las cosas un tanto revueltas y que por lo visto, el día anterior se había declarado una batalla campal en Aguas Calientes, que es como el lugar base (al cual solo se llega en tren) para ascender al templo sagrado.
No os sabría explicar bien pero había manifestaciones de la gente local reivindicando que las entradas son siempre para los turistas y cosas complicadas, que incluían una huelga de los autocares que te suben hasta arriba de la montaña para hacer la visita. Y aunque a mí me gusta más una barricada que un perfume de Chanel, me dio mucha pena pensar que nos lo íbamos a perder pero si era tema de justicia social, lo era y punto.
No obstante, parecía que todo se había calmado y con esa esperanza nos subimos al vagón camino al Machu Picchu optimistas. ¡Vaya maravilla de viaje!
Un paisaje espectacular que iba transicionando desde el suelo pelao a la zona de la preselva siguiendo el cauce del río entre montañas que dejan a los Picos de Europa como meras colinas, con lo que iba pegada a la ventanilla con los ojos como platos.
También establecí contacto con la pareja de argentinos que compartían mesa con nosotras mientras Natalia dormía desnucada en el asiento, que no hay como darme una entradilla y tengo palique para hacer en Transiberiano del tirón sin dejar hueco para los silencios. También hablamos con el camarero y nos contó cosas preciosas sobre la cultura inca (ahora la mía) que yo escuché como si fuera agua para el sediento.
Nos contó que su abuelo le decía que cuando uno pasea por la naturaleza en plena conexión, de repente siempre hay una rama o una piedra que te llama la atención. No por su belleza, o por su originalidad, sino por algo difícil de explicar que solo le ocurre a esa persona, mientras las demás pasan por delante de la piedra sin fijarse.
El abuelo le decía que esa piedra la habían puesto los dioses ahí para cada esa persona en especial, para ti o para mí, y que por tanto había que cogerla para cuidarla y adorarla, puesto que tenía un mensaje o un deseo guardado. Su abuelo las envolvía en una manta con el resto de tesoros y cada año en agosto (cuando se hacen ofrendas a la Pachamama) las sacaba y las acariciaba, las adornaba con lanas, telas…
También nos contaba que cuando tenía miedo por la noche, el abuelo cogía un huevo y se lo frotaba por todo el cuerpo. Le decía que ahora ese miedo estaba en el huevo y si lo cascaba, veía que la lleva y la clara estaban como revueltas. Entonces, plantaban el huevo en la tierra, pero nunca cerca de la casa, sino lejos para que las pesadillas no encontraran nunca más el camino de vuelta a su cuerpo y pudiera dormir en paz. Y yo ahí flipando.
La llegada a Aguas Calientes fue un caos absoluto. Las vías del tren están en medio del pueblo y te bajas ahí, con una oleada de turistas que se funden con las miles de guías que hay esperando con carteles con doscientos nombres. Y según encuentras a la tuya, sale disparada entre la muchedumbre y tú ya dejas de verla porque ella es diminuta y no lleva mochila y, además, porque te parece exactamente igual al resto de guías que hay pululando entre la marea de turistas perdidos.
Cuando la volvimos a reencontrar, le dijimos que necesitábamos pasar por el hotel a dejar lo que no queríamos pasear por Machu Picchu inútilmente, con lo que salió disparada de nuevo hacia arriba a una velocidad inaudita para el tamaño de sus piernas con la falsa esperanza de que pudiéramos seguirla. Pero lo conseguimos y en la pura recepción del hotel metimos en bolsas de basura lo que queríamos dejar, como si fuera algo que hacemos todos los días, y ya cuando todo el mundo había visto nuestras bragas y salvaslips, salimos al autocar.
A ver, el pueblo peruano tiene un SERIO problema con la conducción, solo superado según mi experiencia viajera por los búlgaros y su poco aparente aferro a la vida. La subida a la entrada del Machu Picchu por una carretera al borde de un acantilado a toda mecha, con buses bajando a velocidad de caída libre, es espeluznante. Yo me santigüé varias veces, y eso que soy atea, y le pedí a Wiracocha que me sacara de aquello indemne.
Aquí quiero aclarar que también existe la posibilidad de hacer el camino subiendo a pie por unas escaleras durante algo así como dos horas. Podría deciros que fue cuestión de tiempo, puesto que entre la llegada del tren a Aguas Calientes y la hora de nuestra visita no cabían tantos escalones, y eso es cierto, pero os diré la verdad: no me dio la gana.
Porque cuando una va de viaje no es necesario vivir al límite ni ir retirando culebras para hacerse la auténtica. Cada una hace lo que quiere o lo que buenamente puede y es más, pienso que de nada sirve subir sudando hasta arriba si luego durante el viaje no te has sentado a hablar con nadie local para primero, respetar a la gente a cuya casa estás yendo y segundo, por empaparte de vida y dejar buena huella allá dónde vas, que casi nunca suele estar vacío.
Dicho esto, conseguimos alcanzar la cima en autobús, cagadas pero sentadas y sin sudar, y allí estaba esperándonos nuestra guía. O nuestra acelga. O nuestro podcast andante. O nuestro alienígena intraterrestre. O nuestra aburriiiiiiiiiida acompañante. Menos mal que Natalia y yo somos de fácil emocionar y ya solo la experiencia de estar allí nos sobrevino por horas. Hay que entender que llevábamos todo el viaje recogiendo en nuestros cerebros información sobre la cosmovisión andina para este momento álgido, en el que esperábamos comprenderlo por fin todo.
Llegamos al Machu Picchu y después de varios escalones de infarto, aquella visión se abrió ante nuestros ojos y nos quedamos sin aliento.
Fue un momento muy emocionante que estremece y solo puedes quedarte callada y dar gracias a la vida por haberte colocado ahí, en ese exacto lugar.
Como he explicado en varias ocasiones por aquí, los incas no elegían los lugares al azar y esta ocasión, obviamente, no iba a ser una excepción. No se puede explicar, por suerte es imposible describirlo, así que ni siquiera lo voy a intentar. Id, por favor. Id y vividlo, no hay otra manera.
La pena fue que la guía no estuvo a la altura y nos enseñó el Machu Picchu como si fuera un apartamento en Marina D’Or llave en mano. Iba por las estancias explicándonos cosas de carrerilla y cuando le preguntábamos, se salía por la tangente para que no notáramos que había humedades en el salón y que la campana de la cocina no aspiraba bien. Así que dejamos de preguntarle. Eso sí, a cada rato nos pedía el móvil y nos decía dónde ponernos para hacernos una foto. Ahora de rodillas, ahora tú mírala a ella, ahora de espaldas abrazadas… Hasta que le dijimos que STOP al reportaje de luna de miel, que habíamos ido hasta allí a verlo y no a salir en Tik Tok.
Os voy a poner unas fotos ahora absurdas del Machu Pichu porque tenéis miles en las redes y estaba tan flipada que no hice muchas.
También ocurrió que estábamos Natalia y yo medio en trance con el tono monocorde de nuestra guía cuando vemos que una turista ataviada con su modelo total-lycra-apretada-animal-print se sube a un arco del complejo inca para hacerse una foto. Ya sabéis: espalda apoyada en una pared y pies haciendo palanca en la de enfrente, sonrisa de selfie y pelito ahuecado.
Obviamente, de la nada sale un guarda hecho un basilisco y le dice que qué hace, que está en un lugar protegido patrimonio de la humanidad y que puede ocasionar desperfectos en el mismo, a lo que ella responde “¿pero qué voy a estropear si aquí ya está todo roto?”. La gente a veces es así, malograda de serie…
A la salida nos dimos un festín en el restaurante con vistas al aparcamiento, que no era bonito pero nos tuvo entretenidas por el tránsito de turistas.
Teníamos la idea de bajar andando pero el camarero nos dijo que si éramos majaras o dementes.
Nos dijo “a ver, ¿qué parte no entendéis los turistas de que estáis en la selva? Que os creéis que estáis de paseo por la montaña y no, hijas mías, que esto es serio. En media hora el camino está lleno de animales y de trillones de mosquitos hambrientos que os van a fulminar. Y si no, esta tarde mirad a todos esos que bajan ahora andando haciéndose los héroes y me contáis”. Y efectivamente, por la tarde vimos piernas y brazos comidos de picaduras que nos hicieron recordar lo importante que es escuchar a la sabiduría popular.
Aunque la bajada en bus fue de nuevo trepidante, con frenazos en pista de tierra al lado de barrancos cada vez que dos buses se encontraban, llegamos al hotel sanas y salvas y cenamos con los Torres y el cuaderno Blackie Book sin contratiempos.
Otro día – AGUAS CALIENTES, CUZCO
En fin, que al día siguiente decidimos darnos una mañana de lujo y nos reservamos unos masajes de reflexología podal en el hotel. Porque nosotras lo valemos y porque en realidad, la oferta que nos proporcionaba Aguas Calientes era limitada, pese a que me quedé con ganas de ver el mariposario.
Huelga decir que las instalaciones del hotel eran muy chic y que llegamos ahí sintiéndonos la Preysler entre tanto vaho y olor a eucalipto. Nos dieron hasta unos albornoces, que yo no me puse porque me temía que iba a hacer un efecto camisón de hospital, pero al revés, y en vez de enseñar la rajilla del culo iba a dejar al aire un compendio de intimidades que no me apetecía compartir.
El masaje estuvo bien, solo que se olvidaron de la parte de reflexología y se limitaron a estrujarnos los dedos de los pies como si su misión fuera convertirnos en palmípedas y a untarnos de aceite de extra virgen de jojoba. Que se agradece, claro, pero que nosotras pensábamos que nos iba a recolocar el bazo y a relajarnos la pared del intestino apretándonos puntos clave del talón y nos dejaron ambos tal cual.
Al finalizar, nos comentaron que teníamos derecho a usar el spa y que no nos preocupáramos si no habíamos traído bañadores porque ahí tenían desechables para todas las tallas. Nos pareció una buena idea, la verdad.
Nos sacaron unos outfits hechos de papel que consistían en unos pantaloncitos shorts y una tira palabra de honor del grosor de una diadema, en la que debíamos incrustar nuestros senos. No os podéis imaginar la pinta, por suerte, porque cualquier imagen que podáis evocar dista mucho de la realidad (decrépita y espeluznante realidad).
Natalia más o menos estaba decente pero de toda la vida de Dios, el concepto “para todas las tallas” quiere decir para todas las tallas delgadas y esta vez no hubo sorpresas. Al intentar subirme el delicado pantalón por el muslamen ya le hice un roto a la goma, con lo que esta me quedó a la altura de la cintura y el resto de la tela desgarrada a la altura un poco más allá del coxis. Y el tapatetas… ni hablamos. Teniendo en cuenta que a veces llevo un sujetador con cinco corchetes y una ingeniería hidráulica de aros metálicos, ya os podéis imaginar dónde acaban mi alforjas cuando me lo quito.
Pero no nos amedrentamos y al pilón que nos fuimos, haciéndole jurar a la encargada que si otro ser humano quería hacer uso del mismo nos avisara con tiempo para salir por patas y ahorrarle horas de psicoanálisis. Y conseguimos relajarnos en ese reducto de paz y amor durante al menos un par de horas, mirando las vistas hacia la selva con hilo musical de esos sin letra y sonido de palos de lluvia. ¡Qué placer debe dar ser rico! Aunque bajar impregnadas de aceite esencial de fruta tropical por las escaleras de teka de la pisci fue peligroso y terminamos haciéndolo a gatas, con el modelito desechable puesto.
Después de vestirnos comimos una pizza riquísima y deambulamos por el mercado artesano un rato (donde casi me cargo un puesto de figuras de barro entero), aunque nos rendimos pronto y nos fuimos a la estación de tren con dos horas de antelación, porque queríamos salir de ahí ya.
A mí es que me entra como una angustia vital incomprensible e incontrolable en determinados sitios del mundo y me pongo atacada, como cuando estuvimos en Calafate (Argentina) y me dio un chungo horrible y casi invoco a los OVNIS para que me abdujera alguno y acabara con el sufrimiento psiquiátrico.
Llegó el tren y se formó un revuelo importante porque por lo visto en anterior había sido cancelado. Y un señor salió con unos carteles de zonas y nos colocó a todos por filas que no avanzaban nada, luego hicieron subfilas también estáticas y luego alguien debió cantar jaque-mate, porque dejaron de movernos como peones y todo se quedó quieto.
Y ahí estábamos cuando nos llaman a Natalia y a mí por megafonía sin venir a cuento, porque no habían pedido tickets ni billetes a nadie. Intentamos llegar a recepción pero el personal nos dijo que no, que nos llamaban para que nos quedáramos en la fila en la que estábamos, como si eso tuviera lógica alguna. ¿Por qué nos llamáis justo a nosotras de toda la gente que está aquí entonces? Pues para que os pongáis otra vez en la fila que estabais. A día de hoy, aún no hemos resuelto el misterio de si había algún mensaje que nunca llegaron a darnos.
Cuando por fin entramos en el vagón, nos dimos cuenta de que nos había tocado a contramarcha. Menos mal que el chico de delante me cambió su asiento y me ahorré vomitarle a todo el mundo encima y Natalia se hizo papiroflexia y se sentó al revés en el sillón, sacando provecho de todas las clases de yoga que lleva pagadas la buena mujer.
En la estación de Ollantaytambo, ya de noche, nos estaba esperando el taxi que nos llevaría a Cusco y según nos vio, salió corriendo hacia arriba como una liebre de campo andina con nosotras detrás con la lengua fuera (qué manía tienen los Peruanos de salir corriendo). Nos metimos en la furgo que nos dijo casi sin presentaciones y arrancó rechinando ruedas como si nos persiguiera el diablo. «Por el atasco», nos explicó.
Todo iba bien, fuera estaba oscuro, los coches iban en fila por la carretera, nosotras mirábamos en silencio por la ventanilla reflexionando sobre la vida (el hombre no nos daba mucho palique)… hasta que de repente y sin venir a cuento, se desvió en un pueblo y se adentró como en una barriada de casas de adobe sin luz ninguna y sin un alma por la calle.
En solo dos segundos, el corazón se me puso en la boca y por cómo me agarró Natalia la mano, supe que a ella también. “La cagamos”, pensé, “porque estamos solas en Perú, yo ni siquiera tengo cobertura, nadie sabe que estamos aquí, no conocemos de nada a este señor y esto no me gusta ni un pelo”. Con un hilo de voz y fingiendo estar súper despreocupada, le pregunté que a dónde íbamos por ese lugar tan pintoresco alejado de la ruta asfaltada y del resto de taxis que se habían quedado en la carretera, a lo que me contestó que había tomado un atajo. «¡¿Un atajo a nuestra propia muerte, secuestro, violación en masa o descuartizamiento?!” quise gritarla presa de un ataque de pánico, pero simplemente el miedo no me dejó.
Al cabo de unos minutos eternos, salimos de nuevo a una carretera asfaltada y nos tranquilizamos una mijina pero es que había muy poco tráfico como para que fuera la arteria principal camino a Cusco, con lo que nuestra situación de alerta se mantuvo activada. Natalia empezó a decir en alto que había recibido un mensaje de los Torres y que para que supieran por dónde íbamos en todo momento y valoraran si nos esperaban o no a cenar, les iba a mandar la localización real para estar 100% localizadas. El mensaje a la banda criminal organizada estaba enviado: hay gente que ya sabe dónde estamos. Y entonces pensé que lo primero que harían sería quitarnos el móvil y lanzarlo por la ventanilla llegado el momento, con lo que valoré decirle a Natalia que me lo cambiara por el mío para escondérmelo en el calcetín y nos despojaran del malo por error.
En esas estábamos cuando de repente se vuelve a desviar en otro pueblo en mitad de la nada y empieza a callejear por las calles de arena oscuras y las casas aparentemente vacías. Y el miedo ya fue de órdago.
Hasta entonces (salvo el primer día en el que el autobusero nos había dejado en medio de un barrio chungo) no habíamos tenido ninguna sensación de peligro en Perú, pero en ese momento sentí el miedo espeso por las venas y la sequedad en la boca. Y pensé que la única herramienta que tenía era ablandar su corazón para que nos perdonaran la vida, de modo que sin venir a cuento, empecé a contarle que tenía dos hijos y que tenía muchas ganas de verles, que eran pequeños y yo qué sé qué más. Natalia me confesó luego que había cogido el cable del teléfono para ahogarle con él si la cosa veíamos que se ponía chunga.
Pero llegamos a Cusco sanas y salvas, sin incidente alguno. Porque seguramente el taxista era un buen hombre, quizás un padre de familia que solo quería llegar lo antes posible a su destino usando todos los atajos posibles . Casi con seguridad no formaba parte de ninguna banda armada ni tenía instintos depredadores.
Perro en este mundo a veces de mierda, el patriarcado y la violencia de género, hacen que dos mujeres pacíficas, maduras, viajadas y con recursos, se caguen de miedo cuando un señor se sale de una carreteras. Y es una puta mierda para toda y todos que tengamos que pensar así y pasar por esto. Porque el miedo no se lo recomiendo a nadie pero no terminamos de librarnos de él nunca, coño. Porque cosas así ocurren todo los días a lo ancho y largo del planeta, a todas horas, y no era una locura de dos enajenadas pensar que te puede pasar a ti.
Porque es una de las lacras de nuestra sociedad injusta, maloliente, podrida, que encima te hace dudar de que es tu culpa por irte al otro lado del charco y exponerte sola, sin que nadie te proteja, como si no tuvieras el derecho de hacerlo. Nos sentimos muy tristes y nos costó mucho volver a la calma, incluso ya en el hotel con la puerta cerrada. Fue sin duda, el mal trago del viaje.
Otro día – CUSCO
Yo nunca he estado, si alguien me invita…
¡Por supuesto! Ve haciendo maleta que en cuanto me toque la lotería, nos vamos y no nos quedamos.