Bulgaria, agosto 2018
Ya estamos en Bulgaria, eso es un hecho.
Resulta que íbamos en el coche y pasando un pueblo rural hemos tenido que parar para dejar pasar las cabras de un señor pastor. Como no había prisa y aquí las normas de circulación no parecen existir (los adelantamientos en curva cerrada de carretera de montaña son bastante frecuentes), hemos invadido la calzada sin culpa y nos ha dado tiempo a que el ganado caprino se pusiera a salvo antes de continuar la marcha.
Y entonces hemos arrancado y el buen hombre nos ha saludado en contraluz, con la mano en alto, en un idioma universal, dejando ver la magnitud de sus encías y su último diente. Su sonrisa ha hecho saltar alguna chispa en mí por un nanosegundo, para luego perderse de nuevo en la vida dejándome con un regustillo genial.
Y el resto del viaje hasta el hotel ha sido precioso, porque atardecía y un sol gigantesco generaba unos verdes de infarto que ni me he molestado en captar con la cámara, ¿pa qué? En fin, la maravilla de las cosas que ocurren en la calma de un viaje que marcan el ritmo de los sentimientos. Ojalá sea un buen presagio.
Tengo aquí la cámara, cargada para documentar nuestro viaje. Voy a abrir bien los ojos y dejar que me embalsame la belleza, pero no esa fría y distante, sino que quiero volver a casa con material para recordar la verdadera historia, la que ocurrió cuando estábamos aquí en Bulgaria.
Claro que también buscaré seguro las fotos bonitas, pero si no retratara también lo cotidiano de la aventura, volvería a casa con un catálogo precioso de postales pero absolutamente mudo.
Quiero que las ganas de ir con mi cámara me acompañen, me hablen, se rían y emocionen conmigo. Y para que no sea precisamente al revés y tenga que ir yo detrás de las fotos como una esclava.
Otro día
Hoy hemos estado en el Monasterio de Rila y os digo que el lugar bien se merece un carrete entero de fotos. La UNESCO se ha salido aquí metiéndolo en la colección de los top del mundo. ¡Bien hechos esos deberes!
La guiri que llevo dentro tenía muchas ganas de ir, lo confieso, así que he entrado ya sonriendo incluso desde el parking, y no me ha defraudado. Los 107 japoneses con sus cámaras no me han importado, porque es lo que tiene llevar trabajado desde casa que eres turista y que no estás sola en el mundo (y mucho menos en un lugar que venga en una guía).
¡Es absolutamente precioso! Por su magia, su disposición, la arquitectura (primera vez que visito algo así), la iglesia y por la poca prisa que llevábamos. Es pequeño (entre comillas), recogido, pero puedes sentarte en sus muros para quedarte un rato viendo pasar la vida e intentando digerir y descifrar todos los frescos.
Te intentas abstraer e imaginar cómo sería todo eso en silencio, vacío, sin nadie más. Y te dan ganas de ponerte a meditar ahí mismo si no tuvieras hijos/as registrando las fuentes en busca de calderilla.
Luego hemos comido en un restaurante de los muchos que hay a lo largo del río. No en el más bonito (había uno con mesitas junto al agua ideal que nos hemos saltado), sino en el que tenía cama elástica, porque hemos pensado que así podríamos comer del tirón mientras los canijos disfrutaban de algo de ejercicio (ilusos). Es la última vez que sacrifico belleza por practicidad, porque el truco de la cama elástica no ha servido, obviamente. Menos mal que a la salida había un señor encantador con un puesto de miel artesana que nos ha activado los chakras.
Nos ha dado tiempo a acabar el día en el Parque Nacional de Rila, tirando piedras a la corriente y dejándonos fluir con ella un rato. Sin más pretensiones que escalar y no caerse. Una pena no haber tenido hueco en la agenda para una caminata porque invitaba a adentrarse por cada uno de los caminos, pero aún ha merecido la pena.
Y para rematar, hemos parado en un parque infantil enorme al cual no sabíamos entrar. Pero hemos entablado una conversación bilingüe español-búlgaro con unas autóctonas super graciosas de 90 años de media que nos han informado que allí lo que se estila es saltar la valla y que los niños suelen buscar un hueco entre barrotes donde les quepa la cabeza y padentro. Muy cómodo este sistema de entrada. Pero como no queríamos desmerecer ni dejar de hacer aprecio a la información veraz de la población residente, allá que hemos hecho lo que vieres, aunque he de confesar que he aprovechado para declinar la oferta e irme con la sección supermercado del grupo a comprar fruta y dejar el allanamiento de espacio público para otra ocasión.
De todos modos, luego he hecho las paces con las nuevas amigas manteniendo otra conversación de besugos español-búlgaro donde ninguna de las partes entendía a la otra ni papa pero no parecía importarle a nadie ni afectar a la fluidez , ¡y tan felices!, que nos han regalado manzanas y cerezas de un árbol y todo.
Mola pasarlo bien. Y me encanta hablar con la gente, incluso no entendiendo nada de nada.
Otro día
¿Sabéis esa sensación de abrir la cremallera de una tienda de campaña y salir al exterior en medio del campo? Pues eso es lo que pasa en un viaje cuando te pones a hablar (ejem) con la población local. Todo puede ocurrir. La gente es esa cremallera.
Os confieso que hasta la fecha (quitando las amigas del allanamiento de parque de ayer), teníamos la sensación de que los búlgaros eran más bien un pueblo hostil, reacio a la confraternización con otras civilizaciones visitantes procedentes del otro lado del telón de acero. Pero ya hemos cambiado de opinión.
Es verdad que nuestro nicho de especialización son las mujeres rurales entradas en edad, pero es que estamos descubriendo maravillas etnográficas en nuestras peripecias.
La puerta de entrada al nuevo mundo ha sido hoy la burrita Martina, a la que ha venido a rescatar su dueña cuando la estábamos cebando a manzanas. Nos habíamos venido al quinto Congo, a un pueblo que nadie entendía por qué teníamos marcado en el mapa con boli rosa (usado para los supuestos lugares top) y al llegar, la primera sensación ha sido del tipo “emosido engañados”. Pero como queríamos estirar las piernas y el hambre apretaba, hemos empezado a vagabundear por las calles en busca y captura de comida.
Al final, hemos conocido a la dueña de la burra, que ha montado a la prole encima (ganándoselo así todo su cariño incondicional de cuajo). Ha traído a sus amigas con pañuelos en la cabeza y muy sonrientes, nos han contado su vida en búlgaro entre todas como si las entendiéramos (de carrerilla) mientras asentíamos con educación.
Al rato ha salido una espontánea que debía ser la emprendedora del grupo porque se ha ofrecido a llevarnos a unas cataratas, con delantal y chanclas de goma (y calcetines, claro). Bueno, lo de las cataratas lo hemos descubierto luego porque cuando ha empezado a andar no sabíamos bien a dónde demonios nos llevaba, pero la hemos seguido como si fuera la cosa más normal ir en procesión detrás de una señora en chanclas. Si un autóctono te dice que vayas con la mano, pues vas.
Por supuesto, durante la caminata hemos hecho migas con nuestra guía improvisada y bueno, hemos ido charlando de esto y aquello ignorando cualquier brecha idiomática. En resumen, que no hemos entendido ni papa de lo que nos ha contado, pero da igual, el caso era estar.
He llegado a la conclusión de que el tener un idioma común está sobrevalorado cuando estableces una charla animada con alguien, porque me da a mí que conversar es más algo de escuchar que de hablar.
Ha sido brutal.
Luego nos hemos venido al pueblo donde estamos alojados porque el hotel de hoy no tiene barandillas en las escaleras pero sí una pedazo piscina. Y eso, los canijos, no estaban dispuestos a negociarlo. ¡Viva viajar!
Otro día
Glorioso día en la Bulgaria rural STOP se me caen los párpados STOP mañana si eso os cuento algo dos veces STOP ciao
Otro día
Tengo felicidad hasta en las cejas. Ahora mismo me estoy clavando un muelle de la cama de una cabaña que debieron construir los primeros pobladores búlgaros, pero me da igual. Soy feliz y nada puede impedírmelo.
Llevamos dos días de intensidad ociosa y creo que estamos disfrutando el país con bastante soltura. Ya hemos pasado a la fase “lo que tenga que ser, que sea” y a la de “esto no te lo pidas que fue lo asqueroso de ayer”. Mola. Es genial. Todo nos pasa al azar y no hacemos más que vivir aventuras que la vida nos pone por delante. Cambiando rutas de repente, siguiendo carteles a ver qué pasa, charlando con gente sin entender nada, dedicando el tiempo que nos da la gana a las cosas, encontrándonos con madrileños residentes de pueblos remotos a los que hemos llegado ni sé cómo… Ya os lo digo, feliceando con bastante soltura.
Como la ruta de hoy era un poco larga, hemos optado por parar en un sitio anónimo del mapa para descansar un rato. Y resulta que era el Lago Como versión Bulgaria y nada más bajar del coche, hemos topado con un chiringuito náutico con una numerosa flota constituida por dos lanchas y algo que no sé catalogar. Obviamente y ante la mirada penetrante del Capitán Pescanova que regentaba el establecimiento (lo que tiene ser los únicos turistas) nos hemos visto abocados a contratar un paseo a 0,0002 nudos por lustro.
Ya en ruta, hemos encontrado en la carretera un cartel que ponía “Devil’s Throat” e hipnotizados por semejante nombre, allá que hemos ido. ¡Bingo!
Para empezar, la carretera era espectacular en grado superlativo, avanzando entre desfiladeros boscosos casi verticales. Resulta que la garganta del demonio citada era una cueva inmensa en medio de la montaña, con una cascada dentro y todo. Requetechulismo a saco.
No ha sido tan divertido cuando se nos ha aparecido la muerte (esta era la parte del Devil, debe ser) en forma de 1.900 escalones aproximadamente, todos en una pendiente imposible de gestionar para la raza humana obloide como es mi caso. He llegado arriba pidiendo el helicóptero de Tulipán para un rescate forzoso pero como solo me quedaba un hilo de voz, nadie me ha oído y me han ignorado.
Luego, hemos jugado en el filo de la muerte y algunos (incluido mi hijo) se han lanzado campo abajo por una tirolina que no cumplía ninguna norma de seguridad conocida, poniendo a prueba lo buena madre que soy y aprovechándose el pequeño varón de que había dado los restos en las escaleras, con lo cual no he podido negarme con demasiada firmeza durante más de dos segundos (la anoxia extrema ocasiona momentos de confusión).
Y luego, ya tarde, hemos llegado a las cabañas donde estamos durmiendo y estos están emocionados, por lo exótico del alojamiento y porque les hemos dicho que mañana vamos a hacer una hoguera en algún lugar. ¡Hace un frío del carajo!
Ya os contaré.
Otro día
Puede que en este viaje se nos esté yendo un poco de las manos la multiaventura, sobre todo para un alma tan reticente al drenaje fortuito de adrenalina como la mía. Pero bueno, para eso hay más adultos y para eso estaba el bar a pie de negocio equino, para las personas como yo. Ellos se han ido a ver mundo con los caballos y yeguas, guiados por una especie de Cocodrilo Dundee búlgaro, y yo me he quedado en el chillout de pradera de alta montaña balcánica.
Además, es que hoy estábamos vagos. Con deciros que hemos visto un pueblo pintoresco desde la carretera porque se nos antojaba demasiado en pendiente y empedrado por encima del umbral de la sillita McLaren… Bueno, el ir con un niño medio dormido, otro que ha pedido hombros según ha pisado el mínimo desnivel, otra que nos ha dicho que tenia edad suficiente como para esperarnos abajo y que estamos todo el rato digiriendo patatas con queso feta, pasta con feta, ensalada con feta, pechugas de pollo con feta, etc. con feta, nos ha terminado de convencer. Un paseíto por las tiendas de recuerdos (mira que les veo yo su puntillo y todo) y al coche.
Ya en el camino, hemos visto un cartel que marcaba un pueblo a una distancia razonable, lo justo como para abandonar al conductor a su suerte mientras el resto echábamos una cabezadita, pero sin pasarse. Allá que hemos ido. Ponía en Google que es el pueblo más soleado de Europa y es una pena que tanta producción de vitamina E (o D o la que sea que se fabrica con el sol) esté tan poco explotada. No había ni Perry, con la felicidad que le da a uno/a vivir en el sol. De esto, en Suecia, aún no se han enterado.
Como ya empezábamos a percibir el síndrome de abstinencia del queso feta, hemos rastreado el lugar en busca de mandanga. Hemos girado todas las esquinas que tenían las 4 casas que había en este casco urbano y cuando ya nos dábamos por perdidos y castigados por la hipoglucemia, nos hemos encontrado el restaurante de nuestros sueños y los vuestros también. Hemos alucinado en colores con la ventaba sobre el bosque y su decoración en madera natural, sin florituras ni cortinas de cuadros rojos y blancos. Fijaos cómo era de remoto el lugar que nunca me había preguntado extrañado el dueño de un hotel que cómo coño habíamos ido a parar allí, como confundido por ver turistas en un alojamiento para ídem. Nos lo hemos disfrutado.
He de confesaros que hasta ahora había vivido el viaje al límite de lo imposible, ya que salí de España con una candidiasis de aúpa que ha visto su cota de expansión máxima en estos días pasados. OMG! Tenia la entrepierna a fuego vivo y aunque aprovechaba el ligero gustirrinín pasajero que te proporciona la propia fricción mecánica al andar, tenía que recluirme en baños públicos a rascarme un rato en la intimidad del olor a pis. ¡Mamacita qué picor!
Menos mal que tenemos una amiga búlgara que nos escribió por wsp lo que tenia que pedir en la farmacia porque si nos cuesta hacernos entender cada vez que preferimos comer en la terraza en vez de dentro, no os quiero ni contar lo que habría sido la sesión de mímica en la farmacia del pueblo. Para sacar entradas.
Y en fin, que el día ha acabado con unos sandwiches en la cabaña para despedirnos y para hacer una pausa de la sopa de pollo diaria y ahora nos toca dormir, que mañana nos vamos de nuevo de viaje hacia nuestro nuevo destino. No se han acordado de la fogata que les prometimos ayer, o les hemos contado una bola, ahora no lo tengo claro. ¡A dormir!
Otro día
El otro día, nos contaba un señor muy simpático en un pueblo que en Bulgaria existe un verdadero problema con el envejecimiento del país. Parece ser que los jóvenes se van, se marchan a otros países y con ellos se llevan el cambio generacional, el talento, la mano de obra cualificada o fresca, la pérdida de las tradiciones… Lo decía con gran pena.
Más tarde, parábamos en una gasolinera en la que había una chica trabajando que hablaba español, porque tal y como ella nos contó, había vivido en España unos años pero había decidido volverse a su casa. “Al final, he vuelto a mi país porque aquí tengo a mi gente, a mí familia, y allí en el fondo, estaba muy sola”.
¿De qué están hechos los países? Al final, pienso que las personas no configuramos los paisajes, ni la agricultura, ni la gastronomía… o quizás es que esos son los efectos visibles de un complejo entramado de relaciones humanas, que van tejiendo una historia irrepetible que los hace únicos. Eso que no lo puede uno meter en la maleta, ni describir, ni fotografiar, ni contar en toda su extensión. Lo que irremediablemente deja atrás cuando se va es invisible, no se explica, y posiblemente siempre te deje una brújula interior medio atontada.
Llevamos 8 días en Bulgaria y nos han pasado mil cosas, estamos disfrutando mucho y vamos felices. Hablamos con su gente, comemos cosas nuevas, paseamos por sus calles y nos pasamos una tarde en su parque saltando en un castillo hinchable. Y mañana vamos a la piscina pública a pasar la mañana. Pero no puedo dejar de pensar en lo difícil que es zambullirse en una cultura ajena.
Al final, como turista que tengo asumido que soy, solo puedo conformarme en ir de atracción en atracción, más deprisa o más lento. 16 días no es nada, es un cuenco ínfimo para todo el caldo que tiene un país. Quizás es nuestra responsabilidad, no lo sé, ser mucho más precisos/as cuando viajamos. Llevarse el país estudiado, leído. Venir ya con algo de su esencia en el cuerpo para poder mirarlo con otros ojos, más sabios. Dejarse llevar pero comprender las piezas del mosaico mucho mejor.
Es verdad que me gusta dejarme sorprender, pero en este viaje he echado de menos habérmelo preparado un poco mejor. No digo mirando guías y sino leyendo a sus autores, viendo imágenes, empollando algo su historia, informarme sobre sus tradiciones… para venirme ya con un traje puesto. No sé si me estoy explicando bien.
En fin, que siento que como turista, tengo la responsabilidad de conocer mejor por donde viajo porque, y esto sí que daría para una tesis, las invasiones analfabetas, pueden hacer (y hacen) mucho daño.
Otro día
Yo es que soy muy de mimetizar. Que me llevas a hacer la compra a un Sánchez Romero y se me olvida que vengo del Cotolengo, pero s así vez, si me sacas de ruta por cualquier botellódromo de la periferia poligonera, en segunda me entra gusto por el oro y la lycra y comienzo a comer chicle con la boca abierta, ¿mentiendes?
Así que hoy paseando por el ruralandia balcánico con mi cámara captando la esencia de cada establo, he preguntad en alto, “¿caris, ¿os acordáis de cuando no éramos búlgaros y yo tampoco era Seabstiao Salgado?” ¡Qué morriña nos ha entrado de nuestra vida anterior.
De repente me he acordado de todo lo que nos espera en Madrid y he tragado el queso feta, las patatas con queso, la pasta filo rellena de queso con salsa de yogur… ¡y todo me ha parecido tan lejano! ¡Y tan falto de lácteos!
En fin, que la vida sigue y que viajar es maravilloso pero volveremos, que si no es imposible que podamos seguir yéndonos. Lo que pasa es que encontrar el camino de vuelta va a llevarnos un tiempecito aún. Y como os imaginaréis, eso me pone muy triste, claro. Enormemente triste, sí.
Otro día
Estamos en la ciudad de Tryavna, que resulta que es la cuna de la talla en madera de Bulgaria (a parte de la ciudad que albergó la primera escuela del país, pero eso es secundario). Aquí la gente se lo flipa con la viruta y todo el día está dale que dale a la gubia y a barrer luego, que este oficio no genera euros pero sí suciedad y polvo todo lo que quieras.
Hemos entrado en una tiendecita pequeña, entrañable, pero no por ello menos turística, a comprarle una espada de madera a mi hijo con objetivos claramente educativos (ejem). El sol en la mesa rielaba y con mi sagaz intuición fotográfica en seguida he sabido captar la atmósfera artesana que se respiraba, que luego he sublimado con un filtro VSCO, no me digáis que no.
Luego hemos ido a una casa típica de esa de las que ya quisieras tú las escrituras y resulta que era la casa de un rico, hace muchos años. ¡Ay, pillín, menudo chalet tenías, pícaro!. El buen hombre cargó los muebles a un artesano ebanista de la ciudad y su aprendiz, pero cuando volvió por lo visto les dijo que eso que habían tallado con sudor y lágrimas era un termotanque de mierda pinchada en un palo y que no pagaba. Así, repartiendo actitud de rico.
Dicen que el artesano y su becario se mosquearon de lo lindo y que pa chulos ellos, así que se levantaron de sus sillas y le dijeron “¿a que te hago una habitación que te quedas ojiplático, chaval?” Y el becario se vino arriba como si fuera de Madrid y le dijo que él, otra.
Así que se encerraron seis meses cada uno en una habitación con sus herramientas y le dejaron aquellos techos alicatados, que la verdad es que son la caña y de solo mirarlos y remirarlos te quedas bizca porque quieres enfocar todo al mismo tiempo con el mismo ojo.
El caso es que el rico le dijo al artesano “ahí te he visto, tío listo” y finalmente aflojó la pasta y se quedan callandito y muy quieto, que estaba más guapo. Y le regaló a su hija a uno de los dos, no me acuerdo cuál, en un acto de muy mala educación de género.
Y ya.
Otro día
Hoy hemos ido a un complejo etnográfico de un pueblo cercano y me ha encantado. Una pasada conocer cómo se vivía antes y cómo puede utilizase la corriente de un río para mover la maquinaria necesaria para confeccionar alfombras como Nani Marquina, girar el torno del alfarero, hacer aceite de almendra y por supuesto, poner en marcha un aserradero o taller de carpintería.
En mi infinita capacidad para generar un guión de la Metro Goldwyn Mayer a poco que me des un argumento insólito, ya he pensado cómo pedir una licencia para montar un hidrotaller sostenible en algún lugar de España y hacer un giro etno-religioso familiar para abrazar al movimiento amish, por fin. Y todavía no he sacado rendimiento al insomnio de hoy.
Ha sido una experiencia preciosa.
Otro día
Hoy ha tocado un alto en el camino para ir a la piscina municipal del pueblo casi todo el día, que ya intuíamos que los canijos se iba a organizar en piquete cultural-rural si no les dábamos un clavo ardiendo al que agarrarse.
La experiencia ha sido genial, sobre todo porque mi hija y mi hijo tienen super-asumido que todo lo que implique energía cinética es cuestión de otro adulto y yo me he podido pasar gran parte del tiempo en la hamaca, clavándome todas sus lamas.
De nuestro paso por la piscina podría destacar dos grandes cosas:
- No he visto en toda mi amplia experiencia vital en baños, un socorrista más auténtico que el de hoy. Tenía cerca de 70 años (yo diría), torrefacto por el sol, luciendo cuerpo con su bañador turbo, comiendo tomates y pepinos/calabacín a bocados y quedándose dormidito en la silla de vigilancia. Eso sí, nos ha traído las hamacas a pulso con su brazo de titanio y nos ha dejado a todos fascinados/as. Somos fans analógicos de ese profesional, pero no hemos delegado en él la vida de nuestras criaturas ni un segundos, que todo tiene un límite.
- El legado soviético en cuanto a infraestructuras de piscina es para valientes. ¡Me cago en la mar! Ese tobogán de la piscina infantil estaba hecho de cemento no-pulido y tiene una inclinación lo suficientemente arisca como para que el aterrizaje vaya acompañado por una entrada agresiva de agua por todos los orificios no sellados de tu cuerpo. Creo que me ha desplazado el tabique nasal, porque sí, me he terminado tirando ante la insistencia de Manuela y Calamar. ¡Qué dolor! Creo que si hacemos la prueba del carbono14 podríamos datar la infraestructura en la era de los bolcheviques y concluir con ello que no tenían ni idea de lo que es la diversión sin riesgo.
Luego hemos comido allí mismo, en un chiringuito que según me acercaba en la retaguardia, me he grabado a fuego la siguiente consigna: “si vas a comer algo, Leidi Laura, no mires la cocina por tu bien”. No me ha hecho falta más para saber que mi sitio era el que daba la espalda a la barra y encaraba las vistas al bosque. Ha sido bonito viajar sin cagalera hasta ahora.
Otro día
Los búlgaros no desayunan. Esto de pedirse un vaso de leche fría y pan tostado sin jamón ni nada encima, es para ellos una rareza y vete a saber tú si también una asquerosidad, como echarle ketchup a la paella. También son leeeeeentos en traer la comida y lo hacen con cuentagotas, con lo que es posible que muchos ya hayan comido cuando otros no tienen siquiera su plato en la mesa.
Por lo demás, son gente de querer. Amables y simpáticos. No he pillado aún la gracia de sus bailes regionales y su música folclórica, pero dadme tiempo y algo le encontraré, porque entra el gusanillo de unirse al corro cuando les ves darlo todo en la pista abrazados y saltando. Se les ve felices. ¿Os acordáis cuando volvías de viaje con cintas o cd de la música del país? Ahora ya Spotify te lo lleva a casa, pero no sé si la música búlgara me va a dar fuerte.
Ayer fue un día de esos en los que no ocurre nada en especial, tranquilo. Fuimos a comer a Veliko Tarnovo y nos volvimos sin verla, creo que porque simplemente no teníamos ganas. Viajar sin culpla, sin más excusas. También teníamos que volver pronto a casa porque tuvimos una baja posiblemente debida a la ingesta masiva de agua clorada de la pisci municipal del día anterior, así que parte de la expedición se había quedado en el hotel haciendo guardia a los vómitos.
Camino a la playa pasamos por Plodvic. Si estás pensando mudarte a Bulgaria, ni me lo pensaba.
Hoy partimos hacia la playa. Dejamos las verdes montaña para adentrarnos en la otra Bulgaria, me temo, allá donde el turismo ya ha mordido al país y el queso feta empando ha perdido su hegemonía gastronómica dando paso a la pizza. Ya os contaré, porque yo no es que sea muy de playa (tranquis, que no es contagioso), pero voy dispuesta a dejarme llevar por la situación.
Otro día
Solo un aviso para deciros que ya estamos en la playa búlgara, por si no me da tiempo a contaros nada a la vuelta del chiringuito. Tenemos cocina en el apartamento pero amijos y amijas, estar al borde del mar y no cenar al menos un día en un chiringuito es como pecado. Eso lo saben hasta… no sigo la frase que es un dicho muy poco adecuado para los tiempos que corren.
Otro día
Cuando me pregunto qué coño hago yo en una playa abarrotada, compartiendo espacio vital con demasiada gente, tirada en una hamaca bajo una sombrilla, tendiendo toallas de arena, gritando que por favor directos a la ducha… la felicidad viene a abrirse paso en forma de colchoneta hinchable. Da igual todos los inconvenientes que hayamos decidido ponerle al asunto, la felicidad siempre asoma, haciendo que todo lo demás importe un pimiento.
No puedo darle a mi hija y a mi hijo unas vacaciones lujosas. Estamos, sin remedio, al otro lado de la valla del hotel con piscina, posiblemente hoy toque sopa de pollo búlgara y bueno, si se olvidan del parque acuático, mejor. Pero sí sé que les estamos dando lo importante, que espero que puedan venir muchos viajes más como este, con sus disfrutes y sus renuncias (que también enseñan), y que de tantos kilómetros se lleven recuerdos maravillosos que el día de mañana les hagan, sin saber por qué, amar la vida tanto como la amo yo. Y con ella, a todos y todas (o casi) las que la habitan.
No son vacaciones lujosas, pero desde luego, están cargadas de lujo. Y una colchoneta hinchable, hoy, ha venido a recordármelo.
Otro día
Esta soy yo, la segunda empezando por la derecha. Esta señora de negro cebada a base de torreznos de Soria y que posa luciendo brazo de camionera no sé quién es, pero que se quite ya que estropea la estampa. Hay cada una por ahí suelta chupacámaras que no se puede aguantar.
En fin, que hoy hemos ido a Sozopol y que no, que no vayáis si andáis por Bulgaria. ¿Para qué? Unas cuantas casas típicas que te dan una idea de lo bonito que debía ser el pueblo hace 200 años, pero mogollón de turismo, apartamentos muy juntos, tiendas de colchonetas y restaurantes con paella valenciana. En serio. Podríamos hacer un hermanamiento entre Cullera y esta ciudad para transferir por ósmosis turistas durante los meses de julio y agosto hasta igualar densidades. Y para que los/as valencianos/as vengan a poner orden de una vez. En un restaurante al lado de nuestro apartamento hay un chiringo que ofrece paella de pulpo y chorizo, todo junto. Mi no querer saber qué tipo de chef lobotomizado ha ideado semejante receta de satanismo culinario y por supuesto, no quiero ni probarla. Ya probé unos huevos típicos de aquí, pochados y lanzados con mala leche sobre unos cuantos cm de yogur y queso feta rallado salpicados con pimentón, que cubrieron el cupo de marrindongadas del viaje. Desde aquí, un saludo afectuoso al pueblo que hizo de esta mezcla su plato típico. May the force be with you.
Luego he llegado al apartamento y me he encontrado a mi eventual vecina rusa apoyada en actitud coqueta en la barandilla de su terraza del bajo, luciendo sus muchas carnes adornadas con una camiseta de encaje de inigualable atractivo por sí sola, con nada más que unas bragas de cuello barco de algodón tan fino que poco dejaba a la imaginación. Y me ha venido a la cabeza el cartel de la foto y me he reído pensando que la vida es infinita y que hoy, esta señora y yo hemos hecho nuestro homenaje anónimo y pequeño a los cuerpos modelados por la vida. Ya quisiera yo una talla 42 pero oigan, de momento, así soy y así se lo he contado. Cada una pone remedio a lo que puede cuando toca, ¿o no?
Otro día
Menos mal que hemos frenado a tiempo, que si no nos salimos del país. Ha habido un momento de confusión en el que no sabíamos si éramos sin-papeles en Turquía o si estábamos aún al amparo de la Unión Europea y su legislación comunitaria (Nota de la autora: siempre que digo UE en alto me parece que debería llamarse Eunión Europea, ¿no os parece que queda más resuelto desde el punto de vista sonoro?). No obstante, ha sido suficiente como para gritarle al viento “wellcome refugees” y pedir que pronto, hombres-mujeres-y-niños/as y encuentren la paz y el final de una pesadilla. Y la humanidad, de paso, la dignidad y la vergüenza que ha perdido.
Luego nos hemos ido a bañar a una playa maravillosa pero con bastantes plásticos visibles y con unas olas interesantes. Al socorrista le van a tener que comprar un silbato nuevo y hacerle un transplante de pulmón mañana mismo, porque el pobre no ha parado de pitar en toda la mañana. Solo nos dejaba bañarnos en la orillica y para remojarse algo había que tirarse al suelo en plan chanquete varado, perdiendo todo tipo de apoyo y quedando sujeta a los antojos de la marea. He salido rebozada vuelta y vuelta y el pelo como un Scotch Brite después de fregar una fuente grasienta de macarrones boloñesa. No era esa mi idea de un baño relajante en una playa idílica.
Una pregunta que iba a haceros a los/las que os gusta esto de la playa: ¿es normal que casi todo el porcentaje de arena esté ocupado por sombrillas y hamacas de pago? ¿Esto pasa en España? Perdonad mi ignorancia pero es que estoy flipando. No sabía que las playas también estaban siendo privatizadas en nombre de nuestro supuesto confort y me entra una negrura que se apodera de mi ser. ¿Pero qué tipo de broma es esta? Ya me contaréis.
Para la comida nos hemos aventurado con la fritanga búlgara, ¡la casa por la ventana! Hemos intentado mantener las riendas de la comanda pero al final, para qué engañarnos, no hay quien entienda el búlgaro. Un programa estatal para el sector turístico de Hello, I’m Muzzy les vendría de perlas. Al final hemos hecho un gesto universal a la camarera en plan “lo dejamos a tu merced” y la verdad es que hoy la muchacha debió levantarse con el pie izquierdo porque su merced ha sido un variado de pescado seco como la mojama. Menos mal que las patatas fritas son el fondo de armario de toda comida que se precie.
El final de la tarde ha consistido en mirar desde la arena a mis hijos sobrevolar las olas bandera roja, con el corazón en un puño. Hoy, para cenar, recuperaremos la paz con unos espaguetis carbonara con nata agria en el apartamento, porque una va al súper y compra lo que puede por la foto del envase y pasa lo que pasa. El plan consiste en servirlos como si estuvieran ricos y hacerles luz de gas. ¿Colará? Es más, ¿estarán ricos de verdad?
Otro día
Aquí estamos, en la recta final de nuestros días de playa. Mi hija ha desarrollado ya la respiración por branquias y podemos certificar ante notario que Calamar le ha perdido todo el miedo a bucear y a las olas de 2 metros de altura.
La regla ha tenido la amabilidad de presentarse hoy, justo cuando ya pensaba que estaba albergando en mi útero a los sixtillizos balcánicos, así que esta mañana hemos tenido un momento manualidades antes de salir del apartamento. He recortado con el cuchillo del pan las alas de las compresas de noche que tenía a mano, porque para un día tampoco iba a comprarme unos tampax que luego no uso (mi drama con los tampax da para otro post). No ha sido buena idea, porque según me he metido en el agua, al primer revolcón el folio absorbente que creía bien anclado ha migrado hacia la zona del coxis dejando el perímetro de riesgo sin vigilancia y he protagonizado un amago de matanza de Texas en la toalla. Así que he acabado huyendo en retirada hacia el apartamento donde me hallo recluida hasta que caiga el sol y el mar me devuelva a mi hijo y mi hija.
Lo mismo voy e intento convencerles de que vayamos a dar una vuelta en barquita, que nadie me hace caso. Creo que sería lo justo, en ese mundo donde la justicia me la invento yo, claro.
En fin, voy a ponerme de nuevo el bañador con mi compresa recortada y lanzarme hacia el oleaje furioso, para que luego no se diga que no lo intenté.
Otro día
Seguimos en Bulgaria, concretamente en Sofia. Mañana regresamos técnicamente y no quisiera yo que los nervios me fallaran y montar un numerito de llanto frenético en el avión, así que pienso tomarme un tiempo de adaptación a mi anterior vida y voy a hacerme la sueca ante la descompresión. Yo passsso de abandonar mi estado actual de ocio y lo pienso prolongar haciendo como que vivo en un hotel y fingiendo que no tengo que contestar mails durante un tiempo por ahora indefinido. ¿Alguien por aquí sabe si esto funciona?
Nos da pena no haber reservado más días para rastrearnos la ciudad de cabo a rabo, la verdad, pero éramos tres meses más jóvenes cuando planificamos el viaje y la inmadurez de entonces se nota. Ha sido guay, no obstante, deambular por el centro esta tarde y acabar el paseo nocturno viendo a un Michael Jackson muy pro bailando en la calle. Una pena que no hallamos podido esperar a ver cómo se manejaba con la coreo de Thriller.
Esto de Michael Jackson es cosa seria en esta familia, porque podríamos decir que ha sido la banda sonora de nuestros road trips gracias a DJ Calamar y ha sido un broche de oro surrealista y genial. Creo que el destino nos ha hablado y claramente nos ha querido indicar algo que no entendemos, pero que podría estar relacionado con algún tema de prolongar las vacaciones sin miedo, ¿no os parece evidente? A ver si el boleto del extraordinario de la ONCE que dejé imantado en la nevera, lleno de babas por los besos que le he dado ya, me está hablando…
Para celebrar nuestra última cena en Bulgaria nos hemos puesto finos a sushi en un restaurante parecido a un VIPS, cuyo reclamo era una hamburguesa de real angus con chorizo de España y pan negro. Todo muy normal visto desde fuera, como estaréis pensando, pero es que vosotras/os no lleváis 16 días comiendo todo con queso feta. Y además, hay que cerrar los ciclos con humor y como a una/o le venga en gana, así que ha sido todo un homenaje a la comida pseudo-japo en Sofia y esta noche toca pasar sed por los litros de salsa de soja. ¡Y tan felices!
En fin, que mañana nos enfrentaremos al misterio recurrente de cómo es posible que la ropa cupiera al venir y que no haya forma de cerrar la maleta al marcharse. Si hay algún/a astrofísico/a en la sala que me explique este fenómeno de Cuarto Milenio. ¡A dormir!
Otro día
Y dejamos atrás un gran país lleno de rincones por descubrir, de oportunidades de vivir aventuras, con una gente bastante amable, con un idioma imposible, con unos paisajes de pura envidia, con carreteras no aptas para cardiacos/as, con gastronomía curiosa, abierto, con fresco a la sombra, kids friendly a tope… Os recomendamos que vengáis.
Y aquí acaban las crónicas en Bulgaria. Ha sido divertido, ¿no? Ahora volveré a hablar de las cosas serias de las que hablo normalmente y la monotonía y el sentido común invadirán de nuevo mis textos. Eso hasta que encuentre patrocinio para irnos otra vez.
¿Cuál será el siguiente destino? Pues por mí, África negra o Laponia, aunque cualquier punto del mapa me vale (si la vida no corre peligro). Ryanair, compórtate que en cuanto acabemos de arrasar con el buffet del hotel, allá vamos.
Sin comentarios, snif