Berlín, abril de 2022
Esta mañana me he dado cuenta de que mi VISA caducaba hoy y que me quedaban horas para irme de viaje a Berlín. He montado un espectáculo circense en el banco digno del Club de la Comedia, de esos que avergüenzan a mi hija, y ahora tengo una best friend en la sucursal próxima a casa de mis padres.
“No dejes de escribir poesía”, le he gritado desde la calle para despedirme. Y ella me ha dicho también a gritos que ya casi soy una moderna, porque tengo la tarjeta incrustada en el móvil y las gafas de pasta.
Luego hemos perdido el vuelo.
Porque era imposible encontrar el aparcamiento de larga duración. Porque no había manera de salir. Porque no había manera de parar de dar vueltas. Porque no había señales. Porque casimechococonuncocheyelguardanosabíanadayestabamosnerviosasyhemoscorridomucho. Porque a los de Ryanair no les servía el check in que teníamos y el vuelo había cerrado admisiones hacía nueve minutos. ¡Nueve minutos de mierda! A muchos más minutos que nueve de la hora de embarque. Nueve minutos de nuestro asiento. Le hemos odiado nueve minutos+infinito+uno. Nunca más, Ryanair.
La chica del mostrador de reclamaciones era una especie de minotauro pero en Bulldog, programada para no resolver nada. No quería ser amable, ni empática, ni lo mismo ni siquiera vivir. Lo único que nos ha aclarado es que teníamos todavía un billete de vuelta desde un sitio al que no podíamos ir, lo que se parece más a una tomadura de pelo que a una solución. No ha entendido que nos cabreara el comentario. Los Bulldogs son así.
Hemos ido a todo meter desde la T1 a la T4 (los que conozcáis Barajas sabéis que eso está más cerca de Berlín sur que de Usera) y nos hemos comprado otro billete por un precio desorbitado. Hemos pasado pasaportes. Hemos tomado un café y nos hemos reído de todo. La vida es así.
Pero cuando hemos ido a la puerta de embarque, nos han informado de que nuestro vuelo era a esa misma hora pero a Bruselas. El Bruselas del mismísimo Bélgica. Bruselas de no Berlín. Que no estábamos como pasajeras permitidas en el vuelo. Cuerpo a tierra. Cielo infinito. Sin palabras.
La chica de Iberia, encantadora, nos había vendido por error un billete a Bruselas, no a Berlín. Error de cálculo. Meridianos y paralelos en fuga. Diferentes coordenadas. Y hemos perdido el segundo vuelo del día.
Ahora tenemos las tarjetas de embarque para un vuelo para mañana a las 7 de la mañana. Hemos perdido el pago del parking de larga duración y nos han informado de que las PCR que nos hicimos no habrían sido necesarias porque para entrar en Berlín no las piden si estás tri-vacunada (gracias de nuevo por esto, Ryanair, sois geniales).
Aún así, mañana nos vamos a Berlín con alegría y riéndonos de todo porque, ¿qué sería la vida sin anécdotas? Pues un bodrio, tú verás.
Otro día
Lo malo de empezar un viaje fuerte es que el resto de los días te parecen una balsa de aceite, cuando en realidad es que son normales. Sin sobresaltos ni tsunamis de cortisol.
A pesar del madrugón, nos hemos portado como unas campeonas y nos hemos pateado una gran parte de la ciudad. Bien es verdad que hemos repuesto el gasto energético zampando como gorrinas al grito de “estamos de vacaciones, ¡no vamos a venirnos con estrecheces!”, pero nuestros miles de pasos ya hemos dado. ¡Que conste!
Viajar, ¡qué maravilla es esta! ¡Qué puñetera y absoluta maravilla es esta! ¿Cómo se puede vivir obviando la llamada de lo diferente? ¿Cómo se puede vivir encajando el cuerpo entre los cojines del sofá para no escuchar ni el eco? Solo por problemas de crédito lo concibo, bien lo sé en mis carnes.
Vine a Berlín la primera vez con 18 años recién cumplidos y he de confesar que no se parece en nada a lo que recordaba. Claro que en ese momento de mi vida era pobre , dormía en las estaciones, llevaba un macuto lleno de mierda a la espalda y mi amiga Paula Roquero se peinaba la cresta sacando la cabeza por la ventanilla del tren. Ahora también lo soy, pero no como sandwich de atún con pelos porque se me ha escurrido la lata en el suelo y era la única que teníamos. Ahora voy a restaurantes con servilletas de tela. ¡He progresado!
Incluso he estado a puntito de comprarme unas zapatillas carísimas. Después de probármelas, de convencer a mi hermana de que se comprara otras, a mi madre y de pasar por una sesión de coaching para que me las llevara puestas por merecérmelo y por estrenarlas juntas, resulta que se cae el sistema operativo de la tienda y se funde el ordenador cuando íbamos a pagar.
Y para nuestra gran sorpresa la chica ha dicho que sin códigos de barras escaneados que no había venta. Y punto. Ni cash ni nada, que no. Menos mal que luego hemos ido a cenar una pizza y nos ha tocado un camarero que escanciaba la cerveza y que era lo más majo que ha parido la hostelería. Y nos hemos pasado toda la velada interesadas inventándonos la vida de la pareja de la mesa de al lado que no debía superar los 20 años y se han pasado todo el rato mirando el móvil sin hablarse. ¿Para qué se hacen eso mutuamente?
Otro día
Ayer fuimos a ver a Nefertiti y unos papiros que contenían poesías e historias de hace miles de años. Y me fascinó, me sobresaltó pensar en las manos de gente que estuvo antes que los de ahora. Y me enfadé también con el tiempo y con mis límites culturales porque ante semejante magnitud, la evidencia ante todo lo que no sé me oprime. Siento el vacío que me aleja de tanto por entender, por saber. Me molesta dejar pasar los detalles, lo importante más allá de lo obvio. Me apena que los museos no cuenten historias a las que quedarse pegada a los cascos de la audioguía.
Luego cogimos un bus turístico. Me encantan y lo reconozco. Sí, queridas/os, estoy en contra de la opresión de lo auténtico porque siempre me ha parecido un tanto tonto. Soy turista en tierras ajenas y no pasa nada. Por eso me encanta viajar, porque me permite irme a lugares en los que soy una extraña.
Celebrando la grandiosidad del globo, asombrándome de todo lo que veo a mi paso, pero para mí viajar es sentir en la carne la no pertenencia. Quiero irme de las fronteras de mi casa. ¡Qué gusto, leñe! Y por eso cojo buses y barcos turísticos sin resquicio de culpa.
Y porque hace un frío del carajo y tienen calefacción.
Ayer nos montamos en el bus porque estábamos agotadas y formamos parte sin querer un motín espontáneo. Cuando la conductora nos dijo por el audio que había que bajarse, nadie se movió. Nos hicimos todos los longuis y fue genial, porque era como si hubiéramos pactado revelarnos y vivir dando vueltas por Berlín para siempre. O hasta que llegará el verano. Lo que pasa es que de repente se enfadó y nos chilló en inglés y siempre hay algún europeo civilizado que se rinde y rompe la ocupación ilegal de vehículos, así que terminamos bajándonos en un barrio conquistado por Inditex y H&M.
Arrasamos con la carta de una cafetería muy #govegan porque había que hacer tiempo para la Filarmónica.
En la Filarmónica lloré, pese al miedo que llevaba de quedarme dormida. Aparecieron todos los músicos y luego la cabecilla de los violinistas, que debería alguien ver el exceso de entusiasmo de la chiquilla en la ejecución (la vida le va a saber a poco con tanta intensidad a la pobre).
Les dio la nota a todos, do, re mi, quizás fuera un fa, y luego se callaron y apareció un señor como en pijama arrugado, que creíamos que era alguien que llegaba tarde y resultó que era el director. Quizás la hora le pilló viendo Netflix y no pudo cambiarse.
Y cuando se hizo la música, volé. Se me metió dentro y quise ser amiga de todos ellos y coger el violín y que me dejaran un hueco, una silla delante del librito de notas. Quise tocar al son, a la vez, formar parte de ese grupo, de cualquier grupo capaz de hacer algo tan grandioso. Mire al techo con tantos micrófonos recogiendo cada nota y pensé que lo mismo también se llevaban el sonido de mi respiración con la música. Que entre todas las notas ahí estaba un poco de cada ojo allí presente, inspirando y exhalando como un ente conjunto. Vaya maravilla, señoras y señores. Vaya maravilla sentir que te explota la caja torácica y que no puedes, es inevitable, imposible, retener las lágrimas. En serio, ¡viva el arte!
Otro día
Ya estamos en el aeropuerto, con una tarjeta de embarque en la que pone nuestro nombre y Madrid como destino. Os voy a ahorrar la aventura que ha sido conseguirla pero en serio, nunca más con Ryanair. ¡Vaya telaaaaaaaaa! Aún nos quedan tres horas de vuelo con las rodillas plegadas en paralelo a las orejas para caber en ese asiento, aunque acaban de decir que llevamos retraso indefinido. Si esto es un boicot del aeropuerto de Berlín a Ryanair, ¡que cuenten conmigo! Espero lo que sea necesario para propiciar su caída en bolsa. ¡Que les cierren el espacio aéreo!
Hoy ha sido un día de lo más tranquilo. Por la mañana hemos ido a dar una vuelta en barco turístico por lo que yo creía hasta ahora que era el Rin, porque me daba la gana, como si fuera el único río que pasa por Alemania y la geografía estuviera a la orden de mis deseos. He ido como una campeona en cubierta, envuelta en dos mantas, pero luego he pensado que la escarcha en las pestañas marcaba el momento de bajar al camarote.
Nos hemos ido más tarde a Spree Markt, que es un mercadillo muy chulo al que no iría Pitita Ridruejo ni en holograma.
No hemos comprado nada pero resulta que está ubicado en un barrio de lo más cool y nosotras sin saberlo. ¡Pero qué marcha! No obstante, nos hemos quedado mucho tiempo en un restaurante porque hemos querido celebrar nuestras últimas horas en la ciudad masticando la comida y reflexionando sobre detalles importantes: gente tóxica en nuestras vidas y la necesidad de hacer terapia. No era una charla como para despacharla en un ratito. Y además, ¡qué gusto da viajar haciendo lo que te da la gana!
He conseguido mandar las postales, no le llevo nada a mis hijos (mañana compraré un fake en Madrid) y quiero, absolutamente, volver a Berlín pronto. Aunque ya hemos dicho que el próximo viaje, tiene que ser Bruselas. Natalia Sierra Conde Saraiva do Carvalho, ¡ve peinándote que pasamos a buscarte!
Volvemos a casa, ¿ha pasado algo relevante en nuestra ausencia?
Sin comentarios, snif